[+/-]Abrir código 2

Autores y temas en danza

viernes, 31 de agosto de 2007

Hoy, pecadores


YO PECADOR
Historias de amor, sexo y cabernet
Autores invitados: Pablo Ramos, Cristina Civale, Laura Coton, Diego Grillo Trubba y Natalia Moret
Viernes 31 de Agosto. 20 hs.
LIBRERIA FEDRO
Carlos Calvo 578
San Telmo
Buenos Aires
Tel: 4300-7551
Organizan Cristina Civale y Patricia Suarez

Romero y Julieta (3)

por Elemental


(viene de acá)



...Imaginate cómo estaba cuando volví al departamento y Julieta corrió para saludarme como siempre. Mucha fiesta no le hice, fui directo a la cocina, le llené el tazón con alimento balanceado y leche y se lo apoyé en el piso. Ella me miró, supongo que le pareció raro que yo la tratara así, tan frío. Me acuerdo que se sentó adelante y me miró fijo un rato largo, hasta me ladró, y como yo no le daba ni cinco de pelota se dio vuelta y se fue hasta el tazón. Ahí no pude más y le dije esperá. Así, firme, porque tenés que ser firme. Esperá, le dije, y ella giró la cabeza y movió la cola. Entonces agarré el tazón y lo puse sobre la mesa, la misma mesa en la que me había servido un sánguche para mí. Me senté en una de las sillas, y le di una palmadita a la que tenía al lado mío. Arriba, Julieta, le dije. Y ella entendió, claro. Porque como te digo: era inteligentísima. Con decirte que era la preferida del paseador, que la venía a buscar todas las mañanas y siempre me contaba que ella era la más obediente de todas. Una mañana, cuando vino a buscarla, Julieta iba moviendo la cola y yo vi a un ovejero que podía ser una bestia, y que cuando la vio le tiró un lametazo y mi Julieta se mandó para olisquearle el coso. Dejá, hoy no va, le dije al paseador, y el pendejo se me quedó mirando. Mucho menos entendió cuando no la dejé ir al día siguiente, y al otro. Al cuarto día ni pasó. Me llamó a la semana siguiente, para preguntarme qué iba a hacer, y le dije que prescindía de sus servicios. Así, se lo dije: prescindo de sus servicios. Y bueno, me tuve que hacer cargo yo, de sacarla. Una vez a la mañana tempranito, otra al volver del laburo y otra a la noche después de la cena. El momento del día en que más contenta se ponía era cuando yo volvía del trabajo. Ya cuando cerraba la puerta del ascensor Julieta empezaba a ladrar, y cuando abría la puerta del departamento ella empezaba a saltar alrededor mío, contenta porque iba a salir a pasear. Ya te digo, era inteligentísima, se sabía todas las rutinas. Con decirte que una vez, cuando volví del trabajo, de tanto saltarme alrededor yo trastabillé y fui a parar al suelo. Julieta se me subió al pecho, una pata a cada lado de mi cuello, y acercó la boca a mi cara, y me empezó a dar lametones. Yo le decía está bien, Julieta, está bien, pero ella seguía. Y la tuve que abrazar, para que parase. Y cuando la abracé ella apoyó la cabeza en mi cuello, el cuerpo calentito, y yo le pregunté al techo qué vamos a hacer vos y yo. Aunque, la verdad, se lo preguntaba a ella… Porque yo le hablaba, le preguntaba. Teníamos tanta confianza… Con decirte que ella dormía en la cama, a los pies, pegadita a mí. Una vez, en invierno, sentí que temblaba. Hacía un frío de morirse, te lo juro. Y me dio cosa, le dije que viniera hasta la almohada, y ella se mandó decidida, loca de contenta, y se metió debajo de la colcha, y nos dormimos abrazados. Era lindo, dormir con ella. El cuerpo suave, calentito. Me daba tanto calor que a veces me tenía que sacar el pijama. Y una vez, sí, lo admito, me saqué el calzoncillo. Bueno, una vez no. Pero una vez fue la primera vez. Y después nos acostumbramos. Cuando me despertaba, lo primero que veía era la carita de Julieta, tan tranquila. Se veía feliz, te lo juro. Pero feliz, feliz, eh. Por eso, no entendí cuando la vieja conchuda de mi vecina me cortó el paso en el hall del edificio y me dijo que lo que yo estaba haciendo estaba mal. Yo traté de avanzar, pero la vieja comedida se quedó adelante y me repitió eso: lo que usted hace está mal. Le dije que no sabía de qué me hablaba, y ahí la vieja me dijo que desde el comedor de su departamento se veía todo, que nos veía a Julieta y a mí. Esa misma noche, cuando volví del trabajo, bajé las persianas. Igual ya era tarde....

(continuará)

jueves, 30 de agosto de 2007

Te quiero como friend


Por Simón



LA CITA

Pese a no conocernos las caras, confiamos en nuestros amigos en común y decidimos asumir que la intriga y las ganas de conocer a alguien, eran razones más poderosas que la depresión por tener que recurrir a una cita a ciegas. Combinamos en que yo pasaría a buscarla por su casa y de ese modo evitábamos los desencuentros de ocasión, las confusiones con otras personas, los distintivos y las descripciones del tipo: “tengo pelo negro y mido uno ochenta”.
La primera impresión me resultó interesante, y también lo fue la conversación acompañada por dos tragos (por cráneo) que mantuvimos en un bar durante el lapso de una hora. Por eso no me llamó tanto la atención que después de que yo le sugiriera ir a escuchar jazz a otro bar, ir a cenar (pues no habíamos comido nada) e ir a fumar un porro a la costanera, ella me sugiriera que lo fumáramos en su casa. Después de que acepté, y mientras calentaba el motor del auto, ella me miró fijamente durante tantos segundos y de tal forma que mi única salida fue escapar hacia delante y besarla para evitar la incomodidad del silencio.

LA CASA

No parecía dedicarse demasiado a su hogar, tampoco es que no le prestara atención; simplemente era todo tan minimalista que daba la sensación de que el departamento estaba siendo exhibido para la venta por una inmobiliaria. Me contó que “su amiga con quien vivía” recién se había mudado de allí. El tema es que su amiga había dejado como legado era una pintura que no pudo trasladar a su nueva casa. Se trataba de un lienzo de un metro y medio cada lado, y aunque no estaba terminada, tenía la imagen en tamaño superfamiliar de la cara de un niño, supongo que lindo que tenía una mirada apagada, por no decir sin muchas luces. De hecho, aunque esto no estaba pintado, daba la impresión de que se le chorreaban los mocos. El retrato del niño estaba justo frente al sofá en el que nos habíamos sentado, y al ocupar la mitad del living, se me figuraba como una especie de Gran Hermano Menor cuya presencia no podía evitar.
Me dijo que le gustaba cualquier música, que por eso no tenía compacts, y que eligiera alguno de los diez discos que había olvidado su amiga. Puse uno de Bjork: ni muy abajo ni muy arriba ni muy interesante ni del todo aburrido. Inmediatamente me prendí el porro y lo fumamos mientras apretamos nuestros cuerpos ante la mirada inquisidora del pequeñuelo mocoso. El porro no llevaba cinco minutos de extinguido cuando caminamos perdiendo ropa hasta el dormitorio.

EL SEXO

Fue bueno para una primera cita: hubo por momentos cierta conexión, hubo cierto permiso para experimentar pero sin perder la iniciativa ni las ganas. Sin embargo hubo una diferencia notoria en que, mientras a mí la marihuana me había relajado, ella parecía ir sumando ansiedad y temperatura, hasta que de pronto le puso velocidad a la marcha y, como siempre pasa, cuanto más rápido se va, más temprano se llega. Todo concluyó bien, podría decirse por encima de las expectativas de ambos, teniendo en cuenta que nos conocíamos hacía algo más de una hora y media.

LA CAMA


Ella fuma, yo también lo hago, por lo que me ofrecí a buscar mis cigarrillos, perdidos en el pantalón por algún lugar del living. Me puse un calzoncillo (N. del R.: tengo la política de permanecer desnudo la mayor cantidad de tiempo posible, pero el límite lo marca cuando la dama necesita ponerse algo de ropa para sentirse más cómoda. Al decir verdad, yo también estoy más cómodo si oculto al león dormido), fui hasta el living y volví con un atado y un encendedor. Me acosté junto a ella, le di un beso, le ofrecí un cigarrillo, puse otro cigarrillo en mis labios, encendí los dos, me volví a incorporar para traer un cenicero, me volví a acostar, le di otro beso, esta vez en la frente porque ella pitaba el cigarrillo, y me quedé mirando el techo durante unos veinte minutos.

LA HIPOACUSIA

Su silencio duró al menos dos cigarrillos. Intenté hablarle de algo, conocerla: el clima, el trabajo, sus estudios, sus orígenes, su familia, su casa, su amiga, su mudanza, su auto, sus mascotas, sus libros discos películas favoritas, sus tetas, sus amantes, en ese orden. Ella no decía mucho. Más bien no decía nada. Sólo miraba con un rostro tan inexpresivo que me despertó algunos interrogantes. A saber: ¿le habrá gustado el sexo?, ¿estará arrepentida de haberme traído hasta acá?, ¿estará de novia y sentirá culpa?, ¿estaré hecho un pelotudo alegre?, ¿el porro la enmudeció?, ¿le comieron la lengua los ratones?, ¿no tiene nada para decir? y, al fin, opté por debo estar hecho un pelotudo.
Lo cierto es que no dijo nada durante 30 minutos. Tiempo prudencial para dar por entendido que prefería estar sola. Y como yo también prefería estar solo solo y no solo acompañado, le dije “bueno, me voy a ir yendo...” (N. del R.: a propósito de esta frase, resulta interesante la poca determinación en la acción de irse que brinda esta expresión de seis palabras que incluye tres derivados del verbo “ir”)

-- CONTINUARÁ --

miércoles, 29 de agosto de 2007

Apuntes acerca de mi viejo (3)

por Diego Grillo Trubba


1. La cuestión es, otra vez, mi viejo. El miedo que me despertaba. ¿Qué hacía él para que yo le temiese?

2. Mi vieja, tres años después del divorcio, volvió a casarse. Mujer de elecciones de mierda, mamá. El segundo marido, peor que el primero. Pero no quiero hablar, acá, ahora, de Alejandro Farji. Ya llegará el momento. El punto es que ella temía que, por el hecho de haber vuelto a casarse, papá solicitara mi tenencia. El punto es que ella, creo, padecía el hecho de que, como Alejandro me hacía la vida imposible, papá reaccionase e intentara protegerme. No sé si mi vieja le temía a mi padre, a lo que papá pudiese hacer conmigo, o a Alejandro, a lo que Alejandro hacía conmigo. Quizás a ambos. Quizás a ella misma. Lo cierto es que, a veces, se le escapaba, delante mío, que papá quizás deseara arrebatarme de sus brazos, solicitar la tenencia. Y a mí me daba miedo, claro. Miedo por algo que mi padre jamás reclamó. Creo que porque no le interesaba.

3. Con el paso de los años, empecé a mandarme cagadas. Bueno, lo que mi vieja consideraba cagadas. Alguna nota baja, alguna pequeña desobediencia. Cuando sucedía algo así, mamá, creo, buscaba una imagen de autoridad, una imagen, quizás, autoritaria -lo cual resultaría lógico, lo social se inmiscuye en la práctica de nuestros cuerpos, y por aquel entonces imperaba la última dictadura militar-. Mamá decía, entonces:
-Le voy a contar a tu padre.
Lo que se disparaba en mi interior era la imagen de papá quitándole la tenencia a mamá.
Mamá, quien es el día de hoy que dice que yo siempre fui el más obediente de sus hijos. Y creo que desconoce el motivo de esa obediencia, del pánico que empujaba a esa obediencia.

4. Papá volvió a casarse, poco después de que naciera Nicolás, el primer hijo que tuvieron mamá y Alejandro. Papá tuvo una hija, Sabrina, poco después de que naciera María, la segunda hija que tuvieron mamá y Alejandro. Papá decidió bautizarla. Tanto él como mamá eran ateos, o por lo menos católicos no muy devotos, pero tanto él como mamá decidieron bautizar a sus hijos. Papá decidió hacer una fiesta de bautizo, a la que fui invitado. Para esa fiesta, me compró ropa supuestamente elegante, como cuando visten a los chicos para que aparenten ser adultos, para que aparenten desear ser adultos, para que aparenten lo que serán, quizás parecidos a sus padres. Pantalón de vestir, zapatos buenos, camisa elegante. Mi madre, cuando vio lo que había comprado papá, dijo:
-Tené cuidado, que es ropa muy cara.
Por aquel entonces, al vivir con Alejandro -probablemente, la persona más tacaña que conocí en mi vida-, resultaba imposible saber qué era caro y qué barato. Todo era caro, según Alejandro, en especial la Coca-Cola -es el día de hoy que siempre almuerzo y ceno con Coca-Cola, quizás para burlarme, para tomarme revancha-. Pero quien había dicho que era caro era mamá. Y le creí.
Luego del bautizo, durante la fiesta, me hice amigo de hijos de matrimonios amigos de mi padre. Ellos debían tener ocho años, como yo. Salimos a la calle -barrio de la Florida, tránsito inexistente- y jugamos. Corrimos. Yo resbalé. Sentí un dolor punzante en la rodilla. Miré la pierna derecha. Lo que me asustó no fue la sangre, sino el pantalón -el pantalón caro, el pantalón caro que me había comprado papá- totalmente desgarrado.
No dije nada. Me escondí en los arbustos de un jardín vecino. Estuve así largo rato -hora, quizás- hasta que los otros chicos fueron a avisar que yo estaba loco, o algo así, aunque no sé si los chicos pueden estar locos.
Salió mi tía, Carmen, la hermana de papá. Se agachó junto al arbusto, me preguntó qué me pasaba. Yo me puse a llorar en silencio. Le pedí que no le avisara a mi padre. Ella asintió, pero fue a avisarle.
Papá salió de la fiesta, yo seguía en el arbusto. Me preguntó qué me pasaba.
-Perdoname -dije.
-¿Pero qué pasa?
-Perdoname.
-¿Me podés decir qué pasa, Diego?
-Fue sin querer.
Y le mostré el pantalón roto.
-¿Te lastimaste? -preguntó.
-Fue sin querer -aún recuerdo en los músculos la forma en que mi cuerpo temblaba.
Aún recuerdo en mi piel que papá me abrazó.

5. Nos vimos a los quince días. Papá me dijo que tenía que hablar conmigo. Fuimos a un bar. Papá, los ojos perdidos en su café con leche mientras mojaba una medialuna de manteca, me dijo que mi tía Carmen lo había cagado a pedos. Lo había cagado a pedos por el miedo que yo le tenía a él, le preguntó si alguna vez me había pegado.
-Yo nunca te levanté la mano, Diego -papá me miró a los ojos.
Me mantuve en silencio. La tenencia, la puta tenencia.
-¿Vos me tenés miedo? -preguntó.
Yo bajé la vista.
-No -dije.

6. Las anécdotas acerca de papá. Que siempre se agarraba a trompadas. Que era muy calentón. Que cuando se enojaba era irracional.

7. Una vez, ya más grande -doce, trece años-, había ido a visitarlo a la casa. Salí a jugar con los vecinos, le tirábamos piedras a un nido de avispas. Por suerte, le pifiábamos siempre. Cuando regresé, sobre la mesa del comedor había decenas de billetes rotos. Papá los alisaba, ensimismado, con un rollo de cinta scotch a mano. En la cocina, su mujer, Vilma, nos daba la espalda en silencio. Me senté a la mesa, señalé los billetes y pregunté qué había pasado.
-Nada -dijo papá.
Y continuó pegando los billetes que había roto, imaginé, minutos atrás.

8. Luego de que se pegó el tiro y lo destinaron a un psiquiátrico, fui a visitarlo. Mamá me acompañó, o yo a ella, no sé. Papá era una sombra de sí mismo. Cuando le hablaban, repetía todo lo que le decían.
-Se llama ecolalia -me dijo mamá, que es psicoanalista y se supone que sabe de esas cosas-. Repite las palabras en forma automática para reconocerlas, para entenderlas. Pero entiende todo. ¿No es cierto que entendés, Alfredo?
-Shi -dijo él.
-¿Te sirven buena comida, acá?
-Shi.
Mamá me miró, satisfecha: papá, pese a haber quedado como un retrasado mental, entendía. Yo comprendí otra cosa. Señalé el cielo. No había una sola nube.
-Lindo día, ¿no, papá?
-Shi.
-Parece que va a llover, ¿no, papá?
-Shi, shover, shi.
-¿La comida acá es rica?
-Shi, rica.
-¿La comida acá es fea?
-Shi.
Mamá me miró horrorizada. Papá no entendía las preguntas, tan sólo respondía que sí a todo. Estaba peor de lo que habíamos imaginado.
-¿Cómo te diste cuenta? -me preguntó cuando salimos.
-Simple -le dije-. Vi el terror en sus ojos, cuando le preguntaban algo.

martes, 28 de agosto de 2007

Mi última cita (2)

por El Libanés

viene de acá.


2 – Escribo mails

En el primer mail que le escribí a Selene le ofrecía acercarle su cv a mi jefe y probar suerte por ahí. Cualquier otra cosa que supiera iba a mantenerla al tanto. Y con respecto a su deseo de conocer nuevos ámbitos, nueva gente relacionada con el arte, le ofrecía mi servicio gratuito de asesoramiento artístico + sensibilidad cultural + amistad incondicional + críticas actualizadas con calificación libanesa incluida (“un libanés sobre cinco, mejor quedate en tu casa leyendo la Viva”). Una mezcla de la Agenda de la Ñ con la guía del circuito gay de San Telmo. ¿Querés conocer el mejor teatro under del Abasto? ¿Querés ver la mejor película mejicana de la nueva generación? ¿Querés ir a una esquina de Villa Crespo y seguir corriendo a un tipo vestido de conejo que te lleva a una casa tomada donde la obra “sucede” en todos los ambientes, y todo es oscuro, peligroso, excitante a la vez?

Selene respondió en el mismo día un mail larguísimo en el que pedía conocer más cosas de mí: dado que yo sabía hasta el nombre de su colegio primario, no podía menos que pasarle mi cv -dijo- “al menos de un modo sui generis”. El trabajo me deja esos tiempos muertos, entre un cierre y otro, en el que sólo puedo escribir mails. Escribir y releer lo que escribo. Escribir mails y corregirlos. Leer varias veces los mails que recibo, el asunto, la hora en que los recibo, calcular cuánto tiempo demora, por ejemplo Selene, en responder mi mail del cv. Organizar carpetas por destinatarios y asuntos. Una hora y dos minutos y nada. El cierre de una obra importante terminó conmigo: a las seis de la tarde Selene seguía sin contestar. ¿Ya no quería saber más nada de mí? ¿Debería haber mentido la edad? ¿Debería haber dicho que terminé la carrera de Letras? ¿Debería haber puesto mi CUIL? Lo peor de los obsesivos es que nuestro futuro depende de un guión mal puesto o de un acento olvidado. Te perdí Selene, y todo por decir “Secundaria: Mariano Acosta, gran colegio, la pasé muy bien ahí”. ¿Por qué la aclaración? ¿Gran colegio? ¿Te parece? ¿La aclaración demuestra ansiedad? La aclaración es la ansiedad ¿Por qué estar ansioso? No estaba ansioso. Claro que no.

Me encerré en el baño. Espejito espejito decime quién es el tipo más tranquilo, más cool, más buena onda, el mejor poeta, el mejor delantero y el temor de los arqueros de fútbol cinco, el hombre que puede derretir a cualquier mujer con sus poemas pornográficos. Y el espejito, la voz nítida de espejo joven, dijo: “Mairal, ese es Pedro Mairal”.

Mi jefe recibió con gusto el cv de mi nueva amiga de taller literario: “una piba muy capaz que necesita algo urgente, si te enterás de algo…”. Para convencer a mi jefe hay sólo dos opciones: que Independiente haya ganado o que la chica en cuestión “esté buena”, algo que no sabía aún, pero podía inventar. “Sí, está buena, unas tetas…”. Y con la compañía de Buenas Tetas en mi cabecita, aquella tarde gris, nubladísima, volví del trabajo a casa para hacer las cosas que uno hace después de un largo día de trabajo, tras haber conocido, al menos imaginariamente, a Buenas Tetas, una chica de lo más encantadora. Su corpiño verde. Los breteles de su corpiño. Hacerlo con Buena Tetas en el ascensor de la oficina. Ir a tomar un café con Buenas Tetas a la salida del laburo. Invitarla a mi casa. Acá, en mi casa, los dos juntos, qué buenas tetas.

Al día siguiente Selene respondió: “Libanés, turco, cómo te habrán jodido con eso en el Mariano Acosta, el turco y sus camellos, turquito … Antes que nada, gracias por lo del CV. Yo también espero que haya suerte. De verdad. Pero si no, valió el intento”. Y después empezó el intercambio. Literario: Nieve, de M. Fermine (5 libaneses); Seda, de Baricco (nuestro caballito de batalla cuando se trata de conquistar a una mujer –antes de que salieran los porno sonetos de Pedro, claro). Musical, la primera coincidencia: Lisandro Aristimuño. Uno a cero, definición exquisita. Y ella, en otro mail, me envió una imagen que anunciaba un recital de Aristimuño, el viernes siguiente, en Niceto.

domingo, 26 de agosto de 2007

Pregunta


¿Cuándo es
el momento propicio
para que
el caballero

aproxime su cabeza a

la dama

y le zampe el

primer beso
?


(por favor respondan, esto es de vida o muerte)

Romero y Julieta (2)


por Elemental



(viene de acá)


...Igual, educar es difícil. Yo no había tenido hijos, y nunca nadie me había explicado cómo es eso de poner límites. Mi viejo la tenía clara: se sacaba el cinto y me daba duro y parejo. Y yo no jodía más. Y salí bueno, eh, por más que por ahí estén diciendo pavadas. Pero bueno, con Julieta era distinto. Yo le decía no, y ella me miraba con la cabecita inclinada para el costado, las orejas le apuntaban una para arriba y la otra se le caía sobre la jeta. Yo primero le señalaba el charco del
piso, después le decía no,tal como me había explicado el veterinario, y ella me miraba con esa cara de nada, y te juro, a mí no me quedaba otra que suspirar. Y, cuando yo suspiraba, Julieta movía la cola y lanzaba uno de esos ladridos divinos, bien agudos. Pero así como era inteligente, pícara te diría, era de lo más cagona. Cuando la llevaba al veterinario y Sanguinetti la subía a la camilla, a Julieta le temblaban las cuatro patitas. Las cuatro, ¿podés creer? Yo, para que se calmara un poco, pobrecita, la abrazaba por el cogote mientras el veterinario me preguntaba cuándo había sido la última antirrábica, si los criadores le habían dado la parvovirus. Yo la abrazaba, y a ella le temblaban las patitas, y, te lo juro por Dios, me empezaba a dar besitos en la mano. Bueno, no besitos, lametoncitos, con la lengua finita, húmeda. Y a mí llevarla a la veterinaria me partía el alma, qué querés que te diga. Porque como te digo: aunque cagona, Julieta era inteligentísima. Dos cuadras antes de llegar, cuando se avivaba de que rumbeábamos para la veterinaria, se empezaba a empacar, se sentaba en la calle y tenía que arrastrarla. En el resto de las salidas no, ahí iba lo más campante. Bueno, justo te quería contar de una de esas salidas. Nosotros estábamos parados en la esquina –bueno, yo parado y ella sentada, porque ya le había enseñado el sit y Julieta era muy obediente-. Estaba repleto de gente. Había un desfile, no me acuerdo si de militares o de canas. Se había juntado mucha gente con pibes, los tenían en los hombros y los changuitos aplaudían. Y yo quería llevar a Julieta a la plaza, pero hasta que terminase el desfile no nos dejaban cruzar la calle. Así que tuve que bancarme primero los músicos, que tocaban esas marchitas militares todas iguales, y cuando los músicos se alejaron escucho, desde abajo, un gemido. La miro, y era Julieta que gemía y me miraba asustada. No sabés los ojos que tenía, pobrecita, parecía que se había enfrentado, no sé, a un fantasma ponele. Y después, al toque, empezó a aullar. Yo me asusté, imaginate: Julieta, que era tan linda, tan inteligente, aullaba como un lobo. ¿Y si es cruza?, me acuerdo que me pregunté. Igual no me lo pude preguntar mucho, porque ella estaba meta aullar, un sonido larguísimo, no sabía cómo hacía para acumular tanto aire en los pulmones… Los chicos, que habían dejado de aplaudir, la miraban y se ponían a llorar. Los padres me miraban con cara de culo, como si Julieta y yo les estuviésemos arruinando la fiesta. Y algo de razón tenían, qué querés que te diga. Pero yo quería llevarla a la plaza, ya se lo había prometido, no podía volverme al departamento. Y Julieta, meta aullar. Y, en la pausa entre uno y otro aullido, me miraba con los ojitos negros llenos de pánico. Me agaché, le acaricié el cogotito, le pregunté qué le pasaba, pero ella nada. Y ahí, abajo, rodeados de los padres que tenían a los pendejos en los hombros, me avivé. Era un ruido seco, pero firme. Miré, y vi el casco de los caballos de la montada. Les había tocado el turno en el desfile. Entonces miré a Julieta, a la que le temblaban las patitas, y me acordé del otro caballo, de la otra Julieta. Era demasiada casualidad, ¿entendés? Miré al cielo, como si el Tata Dios me pudiese escuchar, y dije no puede ser. Pero por más que lo dijera, me quedaba la duda. Cuando volvimos a casa, Julieta estaba como si nada, pero yo me acordaba bien de lo que había pasado. Y no podía quedarme con una duda semejante, ¿entendés? Le pregunté a mi hermano la dirección del criadero donde me la había comprado, y me mandé. Lo primero que me dijo el vendedor –un gordo que vivía de eso, de cruzar los perros que tenía en unas jaulas pulguientas para después venderlos-, lo primero que me dijo, te decía, fue que le habían dado la parvovirus. Pero cuando le dije que yo no necesitaba averiguar eso, que lo que necesitaba averiguar era la fecha exacta de nacimiento, el tipo se quedó duro y me dijo que ya le había advertido a mi hermano que Julieta no era pura, que no tenía papeles, que no tenía certificado de nacimiento. Yo le aclaré que no necesitaba saber si Julieta tenía pedigrí, sino la fecha y hora exacta de nacimiento. Él no terminada de entender, pero como le insistí fue para la oficina a buscar un cuaderno en el que, dijo, anotaba todo. Volvió con un papelito, que todavía lo tengo, acá, en la billetera. ¿Ves? ¿Leés? Ya te dije que no salgas sin los anteojos… Bueno, 12 de febrero del 2005 a la medianoche, dice el papelito. Y eso no es todo, porque fijate esto otro, que también lo llevo siempre encima. ¿Ves? Es la partida de defunción de mi mujer. ¿Ves? ¿Leés? 12 de febrero del 2005, 23:15 horas. ¿Te das cuenta? ¿Qué me contás?...

(continuará)

viernes, 24 de agosto de 2007

77

Por Felix Bruzzone

Quiero escribir sobre Ciro Pertusi.
Ataque 77, no lo dudo, pudo ser mi banda de punk-rock favorita.
Pero como nunca me gustó el punk-rock
y como “Hacelo por mí” se usó hasta para rellenar churros en la panadería-cafetería donde yo trabajaba en los ‘90
la cosa no pudo ser.
Pero ahora sí.
El otro día, mientras manejaba, escuché a uno de la banda (creo que Leo, el batero)
en entrevista radial con Matías Martin
y la imagen de Ciro se me plantó en el parabrisas como la de un Buda Patovica Bolchevique, siempre joven, siempre igual.
Eso por un lado.
Por otro, mi cuñado, esa misma tarde, me dijo así, al pasar, que es amigo de la novia de Ciro.
Las casualidades no existen. Piensa lo bueno y se te dará.
¿Sos amigo posta?
Hace mil que no la veo.
¿Sigue siendo la novia?
No sé, puede ser que no… Igual si te interesa te hago el contacto, es un bombón. Bueno, mi amigo Fran también se la comió.
El encuentro es en un bar en Martinez.
Carola es bastante cheta. Trabaja en una consultora y no sabe nada de Ciro desde hace varios años.
Escuchame: quiero escribir sobre Ciro, digo.
Yo te puedo contar, dice, y te puedo hacer probar cosas, dice.
Literatura-verdad.
Bueno, la cosa es que durante un par de semanas me convierto en Ciro.
Mi cuñado no se entera, ni mi mujer.
Mis hijos, en casa, están más molestos que de costumbre.
“Mi amigo Fran también se la comió”.
Y sí, es un bombón.
La relleno de “Hacelo por mí” y de un container lleno de pósters de la banda y CDs verdaderos, con librito, y también piratas.
Pergolini nos mira desde el armario mientras las Tinellis, en el otro canal, se tocan entre ellas.
La TV, frente a Carola en posición perrito, no llega a explotar, pero los colores se vuelven intensos y pálidos muchas veces en pocos segundos.
Me gusta así, dice Carola, mientras Ciro canta mil veces el estribillo de “Hacelo...”.
Así me gusta, perrito mirando la tele, perrito tele, perrito tele…
Y yo hago que le guste, sí.
Después llego a casa.
Buen comienzo, pienso cuando le muestro a mi mujer las primeras páginas del futuro libro.
Título provisorio: 77.
Buen comienzo, sí, dice ella antes de darme el beso de las buenas noches.

Apuntes acerca de mi viejo (2)


por Diego Grillo Trubba



1. La pregunta es, otra vez, mi padre, aunque quizás no sea una pregunta. O sí. Hay una pregunta de fondo, el por qué no me quiso, por qué no supo quererme. Hay una ausencia de definición, qué es querer, qué es saber querer. La pregunta, entonces, es una intención. La intención de buscar pruebas que confirmen o refuten la hipótesis. Pruebas que confirmen o refuten la pregunta de fondo.
-¿Por qué decís que no te quiso? -pregunta mi analista.
-Porque no estaba, porque se borraba -digo.

2. No sé cuándo fue la primera vez que se borró. Digo, lo sé de oídas, versiones. 1971. Yo tenía tres meses. Mi viejo (25 años) y mi vieja (24 años) se llevaban como el culo. De acuerdo a las versiones que ambos darían, en lo único que iban a coincidir en sus versiones posteriores, discutían mucho. Tanto, que mi viejo agarró las cosas y se fue. Primero se fue, luego se separaron, luego vendieron el departamento, y luego ya nada quedaba de ese matrimonio. Salvo yo, claro. Los restos de un matrimonio.

3. Pasaba cada semana, a veces cada quince días. A veces dejaba de pasar, y a veces regresaba. Recuerdo con nitidez una de las interrupciones, el motivo de una de las interrupciones. Yo tenía seis años. Papá, 31. Ya era gerente de una metalúrgica, de esos que son los primeros en llegar y los últimos en irse, de esos que creían en dar el ejemplo. Para él el día empezaba a las cuatro de la mañana. Pasaba los sábados -sábado por medio-, me llevaba a tomar algo, caminábamos por Santa Fe. Pasaba a las 9 de la mañana. Para mí, con seis años, 9 de la mañana era una especie de castigo. Me levantaba y salía somnoliento, y veía su figura tras la puerta del edificio, borrosa. Desayunaba adormilado, apenas si escuchaba los problemas de su fábrica. Un día, le pedí a mi vieja que le preguntara a papá si podía pasar más tarde, que las 9 de la mañana era muy temprano. Se borró por seis meses, ofendido.

4. Otra vez dejamos de vernos -yo ya era grande, corresponde la primera del plural- por plata, la única discusión que tuvimos en la que me dijo que yo sólo lo veía por la plata y en la que yo le dije que sabía que él creía eso. Cortamos el teléfono sin despedirnos. No nos vimos por cuatro años.

5. Era así. Verse un tiempo, que surja un conflicto y desaparecer, tomar distancia. Un tiempo.

6. La última ocasión en que se alejó fue en el 2005. Octubre del 2005. Se pegó un tiro. Las cosas le iban mal, me dijeron. Utilizó un arma que le había regalado su cuñado, mucho tiempo atrás. Antes de apretar el gatillo, escribió una nota: Les pido perdón a mis hijos, pero no aguanto más. No sé si yo estaba incluido en ese plural, o si se refería sólo a los hijos de su segundo matrimonio, a los que había criado. No sé, la cuestión es que apretó el gatillo. El arma era vieja, la pólvora húmeda. La bala se disparó, pero débil. Se quedó incrustada en el cráneo. Minutos más tarde, el rostro sangrando, bajó la escalera que comunicaba con la planta baja de su casa, donde estaba su mujer, y le dijo:
-Mirá lo que hice.

7. Me enteré en noviembre del 2005. Mamá y mi hermano me acompañaron a verlo. Estaba internado en un psiquiátrico, en el barrio de Florida. Entré por primera vez a un manicomio, a ver a mi padre. Mi vieja lo señaló, no lo reconocí. Él a ella sí, y se acercó apurado. La abrazó. Ella me señaló, le preguntó a mi viejo si sabía quién era yo. El me miraba, entrecerró los ojos.
-Diego -dijo mamá.
-Dshiego, shi, Dshiego -dijo él.
Y me miró. Unos ojos lánguidos, extrañados en forma permanente, como si redescubriese el universo a cada instante. Comprendí. Papá había sobrevivido al disparo, pero la bala había provocado daños en su cerebro, y lo confinarían a ese psiquiátrico. Él, en tanto, se había confinado por accidente -al fin y al cabo, cuando apretó el gatillo deseaba morir- a terrenos aún más oscuros, más lejanos. Estaría distante hasta el final.

Mi última cita (1)

por El Libanés


I – Las cosas de mi analista

Mi analista conocía a una chica que estaba buscando trabajo y pensó que yo podía ayudarla, así que me dio su mail y le pasó el mío. De la chica sólo sabía el nombre: Selene. Como pasaban los días sin recibir mail de ella, a la semana le escribí para pedirle mayor información, algo que me orientase en su “búsqueda laboral”, como si yo fuese una consultora y no un miserable corrector encerrado en una miserable editorial perdida en el centro mismo de las editoriales miserables. No tuve respuesta y me olvidé del asunto.

Un sábado estaba comprando en la verdulería, cuando sonó mi celular. La voz de mi analista me recordó problemas en los que no quería pensar un sábado soleado, frente a los tomates perita y la lechuga morada. El sábado soy un hombre feliz. El hombre preocupado trabaja sólo de lunes a jueves. Y el viernes ya se prepara en mí la felicidad, esa trampa, esa máscara invisible. Así, mi semana es un vaivén en que la soledad y ciertos ritos propios de la soledad hacen lo suyo. Pero mi analista volvía a pedirme la dirección de mail porque, según dijo, Selene no podía contactarse conmigo. Antes de deletrear dos veces la maldita dirección, le pregunté quién era en verdad esta chica, por qué la insistencia, el apuro. Pensé: por qué mi analista me llamaba un sábado al celular sin tener nada importante en relación a “mi terapia”, “mi caso”, “mi problema”, “mi asunto”. Ella sólo dijo “Selene vale la pena, es una chica encantadora”. Y como mi analista es la personificación de Julio Medem y de Vila-Matas, mi Jesucristo espiritual, mi Macaya Márquez pero con pollera y sin esas corbatas tan rimbombantes, le dije “bueno, Luisa, decile que me escriba”.

Y el lunes Selene me escribió, bajo el asunto “con Luisa de por medio”, un mail simpático en el que adjuntaba su cv (Selene Maribel González, 24 años, estudiante de cine; sin foto). Mientras leía, noté un interés difuso, un aire de interés, marginado por cosas tales como “la literatura, el mundo del diseño, la publicidad, la televisión, el arte”. Por un momento me sentí uno de esos hombres bien vestidos, sentado en mi despacho de Puerto Madero, con las piernas sobre el escritorio, capaz de conseguir un trabajo con sólo apretar un botón. “Selene, ¿querés entrar en el mundo laboral que late en las expresiones artísticas? Selene ¿querés conseguir un puesto de diseñadora gráfica en el Diario Más Importante? ¿Y algo en Venezuela? ¿En New York? Tus pedidos son órdenes, preciosa”. Y entonces me vi apretando un botón en el intercomunicador de llamadas, y una secretaría, o mejor dicho el culo de una secretaría, entraba a mi despacho con la amabilidad y la predisposición de ciertos culos perfectos, a garantizar el trabajo para esta pobre niña desamparada. Palmadita de rigor y a otra cosa. Pero en ese momento mi jefe me recordó una pila de doscientas treinta y cinco hojas ansiosas de recibir mis correcciones. Correcciones de pauta: acentos en los mayúsculas, negritas, itálicas.

jueves, 23 de agosto de 2007

Amores paganos

por Lenguaviperina

Algunas personas pueden expresar cariño con palabras; bien por ellas. Otras, no pueden con nada (bien por mí). Y los quedan, como papá, como muchas personas que conozco, pueden expresarlo por medio de gestos. Supongo que para este blog habría que hablar de 'amor', pero es una palabra un tanto... ya saben.
Voy al Banquete a elegir un libro para un amigo que cumple años. Hay algo de narcisismo pero supongo que también algo de 'amor'. Pienso en cuál es el libro correcto, con este le doy conocimiento, con este felicidad, este seguro le interesa, este vale más, esta edición es hermosa. Supongo que empezar a considerar con fruición otros aspectos del objeto libro además de su mero contenido, es una muestra cabal del desarrollo en uno de la dimensión encapsulada 'amor al libro'. Y eso que este año ni me acerqué a la Feria del libro. Algún día espero animarme a robarlos: quizás sea un paso evolutivo en mi amor libresco. Quizás no. Hay todo un tema con el respeto, sometimiento o dominación, diría algún lacaniano. En fin, pero en un momento, entre que escribís algo para el destinatario del libro, te lo envuelven y pagás, hay algo, intuyo, al menos algo como estoy pensando en el otro, un gesto de, como mínimo, agradecimiento.
Mi hermana hoy me regaló un libro porque sí; por remordimiento; porque tenía ganas. Mi hermana es así. Ambivalente. Ciclotímica. Lucida. Tierna. Hermosa.
A los hombres, claro, incluido su hermano, como sucede con muchísimas otras mujeres hermosas, les cuesta apreciarlo.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Bloggers


por
Alicia


“No hay en la noche de mi desventura
Una estrellita que venga a alumbrar”

(Torre de Arena, copla popular española por Llabrés/Sarmiento/Gordillo)

I
El tiene un blog, yo tengo un blog. Un viernes por la noche me encontré leyendo sus cosas y riéndome sola, con más ganas de conversar con él que con la gente que estaba alrededor mío. Dejé un comentario y al tiempo recibí respuesta. Comenzamos a enviarnos mails cortos: líneas de diálogo ingeniosas, observaciones sobre nada. Abandonamos nuestras identidades bloggers y -primero él, yo unos mails mas tarde- comenzamos a escribirnos desde nuestras casillas personales, con nuestros nombres verdaderos, a contarnos qué hacíamos, de dónde éramos, qué música escuchábamos, qué libros y qué comida nos gustaban. Mails cada vez más largos y más frecuentes, que respondían punto por punto al mail anterior del otro. El era gracioso, inteligente, poco pretencioso, ávido por escuchar y leer cosas nuevas. Y escribía muy bien.
II
Yo no creo en las relaciones virtuales. El mundo virtual no me termina de convencer. No me deslumbra la idea de la coincidencia mágica de los gustos, la sensibilidad y el intelecto si no existen los gestos, el olor, la sonrisa, la conexión del cuerpo, la mirada. Por primera vez desde que había cortado con mi ex, unos cinco meses atrás, me interesaba alguien. Nunca encuentro a alguien que me guste: desde el colegio que me pasa lo mismo. Y este no era real. Me molestaba la idea de estar -como ya estaba- pendiente de una persona que podía ser por completo una construcción: invento de alguien con un poco de habilidad literaria.
III
Además, ni en su blog ni en sus mails había referencias a su vida sentimental. Tampoco había habido una insinuación, ningún intento cliché por seducirme. Yo sospechaba que no estaba solo -¿alguien así podía estar solo?- y, cuando me pareció oportuno, pregunté. Habló de una ex novia por la que aún sufría y de una chica con la que "se estaba dando besos". Decepción, bronca y alivio. Ahora ya lo sabía. Los mails continuaban. Llevábamos así casi un mes, y yo creía que no era sano. Una noche, el tercer mail de ese día trajo un archivo mp3 con una canción. Una canción hermosa. Esto tiene que parar, me dije. Ahora.
IV
Ese viernes, antes de que él viajara por el fin de semana largo, le propuse suspender nuestra amistad epistolar para encontrarnos. Le di el fin de semana para que lo pensara, pero él respondió antes. Quedamos en vernos el martes siguiente. No habíamos dicho cómo éramos físicamente, no nos habíamos enviado fotos. Mi miedo mayor no era que él fuese feo, sino algo peor: un clon de Marley, no de Bob sino del conductor de la tele. De todos modos, y a pesar de los nervios, sabía que si yo no le gustaba, o él me parecía espantoso, igual íbamos a caernos bien. Eramos, de alguna forma retorcida y extraña, amigos.
V
Pero él no era Marley. Y yo, al parecer, tampoco. Me pasó a buscar por casa y fuimos a cenar por Palermo. Cuando nos echaron fuimos a otro bar. Unas cuantas copas de vino más tarde, estábamos en mi casa, en mi cama. Cuando se fue, cerca de las seis de la mañana, yo me sentía como si hubiera estado en el medio de una explosión.
VI
Quizás todo debería haber terminado allí. Los mails de él no se interrumpieron, pero se hicieron más cautelosos. Hablamos de un encuentro antes de que yo saliera de vacaciones, pero a último momento él canceló. Me fui por dos semanas y no le escribí. Cuando regresé, él volvió a proponer vernos. Encantador como es, se las arregló para dejarme plantada una vez, convencerme de vernos dos veces más, y volver a dejarme plantada. Después de la tercera, mientras me sentía la Mujer Más Tonta de la Tierra, intercambiamos mails de despedida. Él, que no quería arruinar la relación con su "alguien", y yo que había descubierto que estaba lista para una relación no virtual. Mi último mail fue sincero, algo duro y muy triste: quedarme con la última palabra nunca logra hacerme sentir mejor.
VII
Pasaron las semanas. Hace unos cuantos días, abro la caja de Pandora y vuelvo a su blog. Leo un post suyo sobre un festejo de aniversario con su chica. Me digo que no es justo: si lo virtual es mentira, si esta cosa de los blogs es sólo eso, no es justo que duela así, que duela lo mismo.

el amor apesta el amor es todo me lo dice minimal en mi winamp

siempre es igual, siempre es igual, y estoy equivocado si espero que algo vaya a cambiar
siempre es igual, siempre es igual, y estoy equivocado si espero que algo vaya a cambiar
siempre es igual, sieeeeeempre es iguaaaaal y estoy equiiiivocado,
si espero que algo vaya a cambiar siempre es igual,
sieeempreeeeesiguaaaal siiiieeeempre
se igual
y estoy equiiivocado
si espero que algo vaya a cambiar porque siempre es igual
(siempre es igual)
sieeempresigual
(porque siempresiguallll)
y estoy equiiiii vocadaaaaaaa siespero quealgo vayaacambiar
repeat track, repeat track, repeat track, repeat track

por Moret

Romero y Julieta (1)

por Elemental

Cinco horas. Cinco horas, ¿entendés? Cinco horas enteritas, tuvieron que estar maquillando a mi Julieta, para que estuviese presentable. Yo mucho no me había dado cuenta, si tengo que serte sincero. Estaba hecho un zombie. Me acuerdo cuando me llevaron a la sala en la que la habían destinado, y vi el resultado de las cinco horas de laburo del pobre tipo que la había tenido que maquillar. Qué laburo de mierda, ese, loco. Yo no podría. Hay que ser distinto, hay que ser… Bueno, éste era muy bueno, en lo suyo, porque la Julieta –Julieta Campolongo de Romero, decía el cartelito en la puerta de la sala, y ahí, ya nomás leerlo, se me partió el alma-, la Julieta, te decía, estaba impecable. Y mirá que cuando saltó las patas del caballo se habían metido por el parabrisas. Después me explicaron que los caballos, cuando los atropellan, siempre saltan y que eso es lo peor: las patas rompen el parabrisas y los cascos le dan a uno de los que está sentado en el coche, adelante. Porque ahí tenés otra rareza: por lo general, las patas de los caballos le dan sólo a uno, al conductor o al acompañante, nunca a los dos porque los bichos cuando saltan juntan las piernas. Y bueno, le había tocado a Julieta. Los cascos le dieron en el pecho, según el médico se murió ahí nomás, aunque andá a saber, a veces te dicen esas cosas para levantarte el ánimo. Porque yo te juro, mierda, estaba hecho. Pero mierda, eh. Encima, apenas si tenía un rasguño en la cara, una esquirla del parabrisas. Nada. Una curita, me pusieron. Y ahí estaba, parado al lado del cajón donde estaba Julieta, y se me acerca el de la funeraria y me pregunta si quiero un café. ¿Por qué preguntan esas cosas? ¿Quién carajo va a querer un café si su mujer está muerta, ahí, delante suyo? ¿Qué, porque habían hecho un gran trabajo y la habían dejado diez puntos yo tenía que tomar café? Ni le respondí. Qué le iba a responder, si estaba… Y así estuve no sé cuánto. Meses, supongo. Salía de casa sólo para ir al supermercado, o al kiosco cuando necesitaba puchos, o al video a sacar alguna película… Al laburo iba, claro, era el único lugar donde podía despejarme un poco. Pero un poco, nomás. Y cuando terminaba mi turno, cuando mi reemplazo se sentaba en la ventanilla y los pasajeros le compraban el boleto a él, yo me volvía a casa. Ponele que pasaba por el supermercado, pero nada. De vida social, nada. Por lo menos hasta que mi hermano me preguntó si era linda. ¿Te gusta?, me preguntó. Eso, me preguntó. Si me gustaba. Yo no le dije nada, no estaba todavía como para responderle algo así, y entonces mi hermano me contó que los perros labradores son muy inteligentes, que son compañeros. Hasta los usan para cuidar chicos, me dijo. Ahí nomás le aclaré que yo era un viudo, no un chico, pero él se hizo el boludo, como siempre se hace el boludo cuando tiene que conseguir algo, y me insistió en que me quedara con la labradora. Era chiquita, tenías que verla, y caminaba por arriba de la alfombra así: tic, tic, tic. Daba saltitos, parecía que las puntitas de la alfombra le hacían cosquillas, y ella: tic, tic, tic. Olisqueaba todo lo que tenía cerca, hasta mis zapatos. ¿Podés creer que cuando me olisqueó los zapatos se me sentó adelante y me miró a los ojos, como si supiera que tenía que convencerme? Mi hermano se dio cuenta, y me preguntó cómo iba a llamarla. Yo ni lo pensé. Julieta, dije. Y ahí nomás tuve que aprender a cuidarla. Porque con los bichos tenés que tener un montón de cuidados. De chiquititos son como los bebés. Divinos, son. Me acuerdo la primera vez que le serví el alimento balanceado, se lo había mezclado con leche y lo puse en el tazón que había comprado para ella. Julieta, decía el tazón. Y, a cada lado del nombre, un huesito. Me encantó, cuando lo vi, me dije que era para mi Julieta, y se lo estrené con el alimento balanceado que le mezclé, que era la primera vez que se lo servía. Y ella se acercó despacito –por las baldosas de la cocina caminaba mucho mejor que por la alfombra del comedor-, olisqueó con miedo y después metió el primer lametazo. Empezó a mover la cola, y se lo mandó todo. No te miento si te digo que fue la primera vez en que sonreí desde que había muerto mi mujer...

(continuará)

martes, 21 de agosto de 2007

La bailarina alemana

por Juan Terranova


La primera vez que fui al Musée D´Orsay me llevó una bailarina alemana. Ella pensaba que yo hablaba en portugués, o algo así. Un día me llamó y me dijo que tenía el día libre y quería ir a ver una muestra muy importante de pintores impresionistas que se exhibía en el Orsay. Su maestra se la había recomendado enfáticamente. Yo estaba enamorado.

Creo me gustaba porque una parte muy importante de ella todavía vivía en el siglo XIX. Yo siempre fui muy siglo XX. Incluso lo soy en este momento, en este principio terriblemente XXI. Ensayaba todos los días, por la mañana y hasta las tres de la tarde. Descansaba los domingos. Era muy disciplinada, incluso marcial. Leía poco y casi siempre poesía. Se vestía con una elegancia admirable y tenía un respeto obligado por las artes. Cuando alguien decía algo que no le gustaba –por ejemplo, que la música electroacústica era aburrida- levantaba las cejas y cerraba los ojos.

Así que ese día fuimos al Musée D´Orsay y mientras esperábamos para pagar la entrada, se largó a llover. Los dos nos tuvimos que resguardar abajo de su paraguas. Era un paraguas transparente y ella señaló con una sonrisa el recorrido de las gotas en el plástico. Estar en la calle abajo del mismo paraguas con una mujer mientras llueve torrencialmente es una fuerte experiencia de intimidad pública. La nuestra no fue la excepción.

La cola avanzaba lenta y estuvimos mirando el rinoceronte que estaba en la puerta del museo durante un buen rato. Después entramos y subimos porque los impresionistas estaban en los pisos altos. Ella habló más que de costumbre, y hasta intentó ser un poco más simpática. Yo lo único que quería era salir y volver a hacer la cola abajo de la lluvia otra vez.

La bailarina alemana

Por Juan Terranova


La primera vez que fui al Musée D´Orsay me llevó una bailarina alemana. Ella pensaba que yo hablaba en portugués, o algo así. Un día me llamó y me dijo que tenía el día libre y quería ir a ver una muestra muy importante de pintores impresionistas que se exhibía en el Orsay. Su maestra se la había recomendado enfáticamente. Yo estaba enamorado.

Creo me gustaba porque una parte muy importante de ella todavía vivía en el siglo XIX. Yo siempre fui muy siglo XX. Incluso lo soy en este momento, en este principio terriblemente XXI. Ensayaba todos los días, por la mañana y hasta las tres de la tarde. Descansaba los domingos. Era muy disciplinada, incluso marcial. Leía poco y casi siempre poesía. Se vestía con una elegancia admirable y tenía un respeto obligado por las artes. Cuando alguien decía algo que no le gustaba –por ejemplo, que la música electroacústica era aburrida- levantaba las cejas y cerraba los ojos.

Así que ese día fuimos al Musée D´Orsay y mientras esperábamos para pagar la entrada, se largó a llover. Los dos nos tuvimos que resguardar abajo de su paraguas. Era un paraguas transparente y ella señaló con una sonrisa el recorrido de las gotas en el plástico. Estar en la calle abajo del mismo paraguas con una mujer mientras llueve torrencialmente es una fuerte experiencia de intimidad pública. La nuestra no fue la excepción.

La cola avanzaba lenta y estuvimos mirando el rinoceronte que estaba en la puerta del museo durante un buen rato. Después entramos y subimos porque los impresionistas estaban en los pisos altos. Ella habló más que de costumbre, y hasta intentó ser un poco más simpática. Yo lo único que quería era salir y volver a hacer la cola abajo de la lluvia otra vez.

Carne argentina: hoy

Pandolfelli está escribiendo una novela surrealista ambientada en el conurbano y cuando lee intepreta (muy bien) a todos los personajes; Oz tiene una voz ginebrera que debe quedar bien con micrófono; y Violeta aportará la poesía y lucidez femenina que nunca puede faltar en una buena lectura. Ah, y claro, lo más importante: hay cerveza.

viernes, 17 de agosto de 2007

Mi primer 'poema' -o lista- as blogger

por Lenguaviperina

cosas que quiero

una cerveza
no escuchar al viejo que habla en una cabina del locutorio
y dice vos me podés prestar unos mangos? cuánto podés prestarme? 50? 30?
tener un mp3 o 4 mejor con un poco más de batería
una mujer sexy
más tiempo con amigos/as y menos con mis padres
más teatro y más amigas
más hermana un viaje a bolivia y perú en el verano
probar ácido y un buen dealer con un buen porro
que mi madre se gane un viaje un crucero por un mes
una buena fiesta
un buen plan para la oscuridad del domingo (encuestas en pompeya, te va?)
un buen polvo un buen videoclub nuevo fabuloso con gente copada afín y grandes películas coreanas e islandesas cerca de casa
un buen delivery chino baratísimo y menos aporteñado
un trabajo copado una buena noche etílica con amigos
humorprofundamente salvaje mezclado con afecto y conversaciones interesantes
ir a ver más obras de teatro( y que estén buenas)
conocer rosario conocer rosarina visitar a mi ex cuñado rosarino tomar merca
y mucha cerveza
volver de rosario vivo y sin demasiadas neuronas menos
hacer un asado y ser aplaudido
descorchar la damajuana y disfrutar de la sed de los lobos
viajar menos en subte y más en tren
volver a usar la bicicleta antes ir a cambiarle la cubierta
no quedarme en casa sólo porque hace frío sintiendo a mi madre recorrerme la espalda
comprar un cuadernito lindo chiquito y escribir ahí una noche perfecta
más puertas abiertas y menos bares cerrados
más mails respondidos más abrazos y menos desconfianza
menos cursilería y represión menos imposibles y más realidad
ello sí, superyó menos, menos ansiedad y más reggae sí
una noche liviana veraniega en mi patio desierto olvidándonos del alambre de púa brilloso con los nudos abiertos los nudillos desnudos con mi jarra y mi sonrisa preferida
con tus tetas perfectas sonrientes con bob corriendo en el fondo
mi perro fernet y vos sonrientes sudados y contentos
en medio del invierno

jueves, 16 de agosto de 2007

Apuntes acerca de mi viejo (1)


por Diego Grillo Trubba.



1. La pregunta es, otra vez, mi padre, cuánto hay de mi padre en mí, cuánto tengo de Grillo y cuánto de Trubba. Digo, en el diván, los ojos perdidos en una ventana enorme -el día es nublado, por algún motivo es mejor que esta clase de días sean nublados, pues si el cielo estuviese límpido parecería, se sentiría como, una burla meteorológica-:
-Ayer fui más Grillo que Trubba.
La analista, María Marta, pregunta a qué me refiero. Hago entonces un breve resumen, un año en pocos minutos, pocos segundos.
-El año pasado discutí con un compañero de laburo. Por una mina. Me cagó con una mina, y discutí. Hasta entonces fuimos amigos, y en la discusión le dije que no seguiríamos siéndolo. Que estoy anticoagulado y eso me impedía arreglar las cosas como correspondía, a las trompadas. Y a partir de entonces no le dirigí más la palabra. Para mí era como si estuviese muerto. Y el chabón, desde entonces, empezó a prepotearme cada vez que nos cruzábamos, me decía cagón, puto, por no querer agarrarme a trompadas. Cada quince días, máximo, me lo decía de alguna forma distinta. Se acercaba a mi escritorio, y me decía y, cagón, te vas a agarrar o no. Mi jefe me llamó porque le habían ido a contar, y le confirmé que era cierto, le pregunté qué iba a hacer. No hizo nada. La cuestión es que hace un año me venía bancando que el forro este me bardeara, sin poder reaccionar por miedo a que, si me golpeaba, tener una hemorragia interna.
-Diego.
-¿Sí?
-Dijiste "me venía bancando". ¿Qué pasó?
-Que ayer fui más Grillo que Trubba. Reaccioné y le llené la jeta de dedos. No me pude controlar.

2. De mi abuelo heredé, sin dudas, el humor. De mi padre heredé, dice mi vieja, el mal carácter. Mi vieja, que también tiene mal carácter.

3. De mi viejo heredé, también, los códigos de barrio, los códigos con los amigos. Era un tipo de barrio. Medio facho. Contradictorio, también, desde el punto de vista ideológico.

4. Solía llevarme, los días en que tocaba vernos -creo que era los martes-, al bar La Andaluza, en La Paternal. Ahí él jugaba al billar con sus amigos, y yo a veces los miraba y a veces me sentaba a mirar las figuritas o leer las revistas que me hubiese comprado. Había códigos internos, en el bar. Por ejemplo, se cagaban a puteadas cuando jugaban en pareja y alguno la pifiaba con la bola -por lo general, jugaban al billar variante casin o, también, al bola libre-, de hecho a veces se despedían furibundos por los errores del otro, pero la siguiente ocasión en que se veían era como si no hubiese pasado nada. En esos códigos, también, estaban las mujeres. Hoy lo analizo, y me resulta hasta tierno, el machismo cobarde que esgrimían. Por ejemplo, siempre en tono de broma -siempre a los gritos, esas bromas-, consideraban que había dos estados civiles: soltero o cornudo. Yo era chico, no tenía la más remota idea acerca de qué era la infidelidad, y a mí viejo le creía casi todo. Por ejemplo, hasta los once años supuse que el gallego detrás de la barra, al que papá siempre me mandaba a saludar y me daba las instrucciones de cómo saludarlo, se llamaba Cornelio. Cada ocasión en que yo le decía, de acuerdo a las instrucciones de mi padre, qué hacés, Cornelio, sentía a mis espaldas las carcajadas de todo el bar. Yo suponía que se reían por Cornelio Saavedra.

5. Hubo sólo otra ocasión, en la que me agarré a trompadas. Tenía dieciocho años. Dormía, en la cama marinera, la de arriba -mi hermano en la de abajo-. Me despertaron gritos. El marido de mi vieja, Alejandro, había regresado borracho de un festejo de fin de año al que mamá no había querido ir. Su matrimonio no venía bien, en realidad nunca había estado bien. Escuché, desde la cama, un golpe seco y el grito de mi vieja. Me levanté en calzoncillos, fui hasta el dormitorio. Sin pensarlo, empujé a Alejandro contra la pared y me arrodillé ante mi madre para ver cómo estaba. Estoy bien, me dijo. Cuando giré, Alejandro se abalanzaba sobre mí. No pensé. Tomé su cuello con la mano izquierda y lo llevé hasta la pared. Quince años, hacía que lo soportaba. Con la derecha transformada en un puño que llevaba la fuerza contenida quince años, comencé a golpearlo en la boca. En un momento, su boca sangraba. No me detuve. Seguí. No podía controlarlo. Varios minutos más tarde, mis dos hermanos y mi vieja conseguían separarme de Alejandro, que no había llegado a tocarme. Mamá me dijo que fuera a lo de mis abuelos, que tenía miedo por cómo iba a reaccionar Alejandro. Fui. Mi abuelo, revueltos los pocos pelos que le quedaban, en calzoncillos, preguntó qué había pasado. Le conté. Me quedé en su casa unos veinte días. A los veinte días, llamó mi viejo. Me dijo que sabía lo que había sucedido, y me dijo que estaba orgulloso de que yo hubiese defendido a mi madre.
Fue la única ocasión, en toda mi vida, en que mi viejo me dijo que estaba orgulloso de mí.

6. Mi viejo murió dos semanas antes del día en que fui más Grillo que Trubba, en el trabajo, en la oficina.

7. -¿Cómo te sentiste después de la pelea? -pregunta mi analista.
-No sé, ya te digo, reaccioné sin pensarlo, me sacó, después de todo este tiempo.
-Eso ya me lo dijiste. Lo que te pregunto es cómo te sentiste después.
-No sé. Bien, supongo. Aliviado.
Hago un segundo de silencio. El ventanal resulta difuso. Mis palabras salen entrecortadas.
-Siento que mi viejo hubiese estado orgulloso.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Los frasquitos


por Elemental


Una vez conocí a una chica que se cogía escritores. La cosa es así: parece que la chica, cuando se cruzaba un escritor -ponele en una fiesta, o en una clase de taller literario, o en una lectura de Alejandría, o en un evento del Quinteto de la Muerte-, le bajaba la caña. Y fijate que digo que ella le baja la caña al escritor de turno, porque, como te digo, se los cogía. Primero les hacía caritas, miraditas cómplices, les decía que estaba fascinada por lo que ellos escribían, y ellos, todos, absolutamente todos, caían en ella. O, para el caso, ella caía sobre ellos. Porque, como te decía, ella se los cogía. Primero los mamaba con una sapienza que ni consiguieron los ingenieros que diseñaron la Ultracomb. Después los montaba, ellos sentados o acostados -lo mismo daba-, decidida, amazónica, y los aferraba del cuello, y les decía gritá, les gritaba gritá. Y siempre, cuando ellos estaban por acabar, ella desensillaba y volvía a mamarlos. Los más caballeros le advertían que se avecinaba el géiser, la mayoría ni eso, aunque a ella, la chica que se cogía escritores, eso parecía no importarle. Continuaba succionando, ellos largaban un grito ahogado, y recién ahí ella se separaba, cachetes hinchados, cachetes enrojecidos, boca cerrada, bien apretada, y hacía una seña de que iba al baño. Y se encerraba en el baño.

Supongo que la leyenda nació ahí, en ese detalle. Porque ya habían existido chicas que se cogían a escritores, o promesas de escritores, o restos de escritores. Conocí a una que hasta le había dado a ese de la remera: lo interceptó a la salida de Alejandría, le elogió una novela -para lo que tuvo que utilizar sus mejores dotes histriónicas-, y de ahí a la catrera de un telo del Once. Siempre existieron chicas que se cogieron escritores, groupies de tipos con el cuerpo decadente, fanáticas del egocentrismo extremo, casi te diría zoofílicas, en algunos casos. Pero en este caso, te digo, era especial. Por lo de la leyenda.

Parece ser que un escritor le dijo a otro que se había acostado con la chica que se cogía a los escritores -nótese que dijo que se había acostado, no que ella se lo había cogido a él-, y ahí el otro escritor soltó un yo también que mezclaba asombro con resquicios de competencia viril. Y resultó que en aquella reunión -se sabe: los escritores tienden a agruparse, a salir en manada, pues se sienten distintos de los demás, cuando en verdad sólo son incomprendidos- todos los escritores se habían acostado con la chica que se cogía escritores. Y, anécdota va, anécdota viene, descubrieron con asombro que la metodología de la chica que se cogía escritores había sido siempre la misma, casi un cálculo matemático para arrancarles su esperma.
-¿Pero para qué la sigue chupando si después se va al baño a escupir? -preguntó uno, que poco tiempo atrás había escrito una novela sobre platos voladores que había conseguido vender catorce ejemplares (40% más que su obra anterior).
-¿Y si no es para escupir? -preguntó otro, autor de novelas policiales donde el asesino era, siempre, el mayordomo.
Y fue ésa pregunta la que desató la leyenda.

De acuerdo a lo que pudieron deducir, la chica que se cogía escritores se llevaba el semen al baño y lo guardaba en alguna parte. Otro detalle que descubrieron, asombrados, era que nunca volvía a acostarse con el mismo escritor. Era como si, supusieron, ella se dedicase a coleccionar el semen de escritores. La pregunta, entonces, era dónde. Un escritor dijo:
-La llevé a casa, y cuando ella se fue me mandé al baño para mear y descubrí que me faltaba un frasquito donde guardaba mis hisopos.
Más allá de esta confesión extemporánea acerca de los hisopos, todos los escritores coincidieron, en aquella fiesta -y pronto en toda la ciudad de Buenos Aires- que la chica que se cogía escritores los mamaba al final para extraerles el semen y luego guardarlo, a escondidas, en el baño.
La pregunta, entonces, era para qué deseaba la chica que se cogía escritores coleccionar los frasquitos con semen de narradores de diverso calibre. Dadas sus vocaciones, derivaron a una conclusión casi obvia: para escribir.
Lo que deseaba la chica que se cogía escritores era escribir utilizando el semen de los escritores como si fuera tinta.
-¡Claro! -gritó uno de los escritores mientras se golpeaba la cabeza-. Ella me dijo que iba a escribir la mejor novela escrita en la Argentina.
-Bueno, en un país de notorios cuentistas plantearse la mejor novela no es un desafío tan grande -dijo un escritor que cada vez que veía una foto de Borges lloraba.
-Eso no importa, lo que importa es que ya sabemos lo que deseaba la chica que se cogía a los escritores -gritó otro.
El resto de la noche, se olvidaron del asunto. Claro que luego la noticia recorrería la ciudad.

Esto no me lo contó nadie. Esto lo sé. Y te lo cuento a vos, pero no se lo digas a nadie.
Cuando me encaró la chica que se cogía escritores, al terminar una de mis clases de taller literario, le pregunté por qué nunca se había acostado conmigo, hasta entonces.
-Porque no te iba a coger -me dijo la chica que se cogía escritores-, porque escribís mal. Pero bueno, ahora todos los escritores están alertas de lo que hago, y el único con desesperación suficiente sólo puede ser alguien con baja autoestima.
Acepté, claro.
Fuimos a su casa. Me mamó, me cabalgó, volvió a mamarme y, como yo ya estaba al tanto del asunto, en vez de mandarse para el baño fue para la cocina. Escupió el semen en un frasquito y lanzó un grito de júbilo.
-¡Con éste ya está, ya puedo escribir mi novela!
En pelotas como estaba, fui hasta la cocina. La chica que se cogía escritores había abierto el freezer, y en él descubrí cientos, miles de frasquitos acumulados. Quizás el problema de que haya tan pocos lectores es que hay demasiados escritores, pensé al ver el testimonio seminal de la mayoría de ellos.
La chica que se cogía escritores sacó los frasquitos, los abrazó y comenzó a caminar hacia el living.
-¿Y de qué va a tratar tu novela? -le pregunté.
-Eso lo van a decir ellos -hizo tintinear los frasquitos con semen.
Los apoyó en una mesa ratona, fue primero en busca de una resma y luego de una pluma.
-¿Puedo ver cómo empezás tu obra maestra? -pregunté.
-La mejor novela que se haya escrito en este país -dijo ella, henchida de orgullo.
Se recostó sobre el piso, desnuda. Ver su culo -porque tenía un buen culo, hay que reconocerle a la chica que se cogía escritores- me produjo una nueva erección, pero me mantuve quieto, expectante. Acomodó los frasquitos a su alrededor, mojó la pluma en uno de ellos, y empezó a escribir.
Poco.
Se frenó.
Mojó la pluma en otro frasquito, nerviosa, y volvió a intentarlo. Nada. La pluma en otro frasquito, idéntico resultado. Me miró, boquiabierta. En sus labios había un horror desmesurado, el de quien comprende que su mayor sueño en la vida es simplemente imposible.
Acababa de descubrir que, sobre el papel blanco, el semen ajeno no se ve.