[+/-]Abrir código 2

Autores y temas en danza

martes, 18 de septiembre de 2007

La caída (nouvelle inédita, fragmentos, 4)

por Alejandro Parisi

(viene de acá)

Después de comprar fichas por otros mil pesos, caminan abrazados hasta la mesa de la ruleta. Daisy apuesta al azar, sin ninguna estrategia más que la de apostarle a cualquier número que se le venga a la cabeza. Pierden los primeros trescientos pesos entre carcajadas, besos y caricias. Daisy retira las fichas directamente de los bolsillos de Fabián, demorándose en todo lo que encuentra allí abajo. Fabián le pellizca el culo, le acaricia la cintura y hasta se atreve a deslizar su mano por debajo de la minifalda para juguetear con una bombacha breve humedecida de sudor.
De pronto Daisy comienza a ganar hasta juntar tres mil pesos, y cada vez que acierta el número que sale en la ruleta festeja alzando los brazos y frotando sus caderas contra Fabián. Entonces él vuelve a besarla y le murmura cosas al oído.
Más tarde se dirigen al restaurante y comen una parrillada para dos con dos botellas del vino tinto más caro que ofrece la carta. Aunque la robustez de su cuerpo indique todo lo contrario, Daisy come como si no lo hiciera desde años. Le cuenta que tiene veintidós, que vive con sus padres en Saladillo, que tiene varios hermanos… Y varias cosas más que a Fabián le importan poco y nada. Él la escucha con la mirada perdida en sus tetas, y cuando ella acaba el postre (un flan industrial, mixto y enorme) él paga la cuenta y al fin salen a la calle.
Se tambalean por el estacionamiento, y durante algunos minutos Fabián se empecina en encontrar el BMW que perdió hace días.
Qué boludo, se ríe después, ahora tengo un auto que me prestaron.
Daisy también se ríe, feliz por haber ganado tanto dinero, y el frío de la noche remarca aún más los pezones que se elevan sobre el top negro. Apoyados sobre un auto cualquiera, se besan y se tocan con violencia. Él le muerde el cuello, los hombros; ella mueve las manos como si fuera una experta. Después de un rato, cuando Fabián está a punto de bajarse los pantalones, Daisy le recuerda que están en la calle y pide que vayan a otro sitio.
Entonces Fabián comienza a buscar el Fiat Uno con la vista nublada por el deseo y el alcohol. Cuando encuentra el auto, abre la puerta y lo reciben los ladridos de un perro negro. Fabián grita con miedo y se aleja unos metros hasta que recuerda que el perro es suyo y no tiene por qué asustarse. Daisy está orinando detrás del auto, con la minifalda a la altura de los tobillos. Al verla, él se acerca y otra vez comienza a besarla y a palpar su cuerpo como si quisiera aprenderlo de memoria.
Ya en el auto, Daisy acaricia al perro al tiempo que dice:
Qué lindo que es. ¿Cómo se llama?
Fabián.
¿Tiene estéreo el auto?
No, pero tengo radio.
Ella toma la radio, la enciende y busca una emisora que pasa cumbia. Baila en el asiento haciendo que los ojos de Fabián se entornen aún más para seguir todos sus movimientos. Parece feliz o enloquecida; en cualquier caso él está orgulloso de tenerla a su lado, dispuesta a todo lo que él le proponga. Continúan besándose, tocándose, y sólo se detienen cuando un hombre vestido con el uniforme de una empresa de seguridad les pide que se vayan. Furioso, Fabián intenta decirle algo pero el otro no puede oírlo porque los vidrios están cerrados. “Hijo de puta”, piensa Fabián, pero de pronto se da cuenta de que está demasiado borracho como para pelearse con nadie. Así que apaga la radio, abre la puerta y le entrega un billete de cincuenta pesos al tipo.
Disculpe, dice el hombre tocándose la gorra, y se aleja del auto.
¿Vos lo arreglás todo con plata?, pregunta Daisy.
Todo se arregla con plata, contesta él, y comienza a sacar algunos de los pocos billetes que le quedan para metérselos a ella entre las tetas mientras la besa y el otro Fabián ladra en el asiento trasero.
Lugo enciende el auto y sale del estacionamiento a toda velocidad, lanzándose a la ruta. Conduce en zigzag, como si no pudiera controlar el volante. Al fin, asustada, Daisy se ofrece para conducir y Fabián acepta sin oponer resistencia.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Mi última cita (4)

por el Libanés

(viene de acá)

4 – Selenita la cambiante
La respuesta de Selene no se hizo esperar: al día siguiente, en mi casilla de mails, bajo el asunto “Bricolage”, había un nuevo mensaje (con ganchito). Sus mensajes eran todo lo que esperaba por aquellos días, o mejor dicho casi todo, también esperaba encontrarme con ella antes del recital, aunque ahora ya estaba atrapado: si me encontraba antes y las cosas no funcionaban, el recital iba a ser insoportable; por otro lado, si al verla por primera vez en la entrada de Niceto, Buenas Tetas resultaba ser mi amigo Jesús de la primaria con la nariz torcida de tanto meterse cosas malas, el recital iba a ser insoportable. Para que Aristimuño sonara bien, Selene tenía que ser realmente Buenas Tetas, encontrarme con ella uno o dos días antes, coger dos o tres veces, darle un beso de amor y varios más de los otros, invitarla a tomar un café o una cerveza, decirle “te amo” en mi casa, “qué buenas tetas” en el taxi camino a mi casa, “mordería tu cuello hasta que saliera purpurina” en un bar cualquiera, mesa de por medio.
Su mail aclaraba lo simpático que le había resultado mi último mensaje (“me cayó muy bien”) y redoblaba la apuesta: “Y…una última cosa. Después de tanto mail, tanta mirada en duplicado y tanto hacer lo que tengo ganas sin dar vueltas, apareció Selenita la cambiante. De repente me parece que falta mucho para el recital, ¿no? Quizás podemos hacer que surja eso de vernos antes.” Pero lo que más recuerdo de aquel mail fue su lamento por tener que resignar los corpiños verdes y las tangas a lunares que su amiga y ella habían pensado arrojar al escenario. A la noche imaginé esos corpiños, recostado en la cama, con la cortina de la habitación golpeándose por el viento. Selene al fin tenía un color: verde, a lunares; y la piel bronceada, y unas caderas jugosas, de esas que sirven para pasar los inviernos y disfrutar la llegada de la primavera. A esa altura lo que menos me importaba era el adjunto y su ganchito: una imagen escaneada de las tres entradas con los nombres de cada uno escritos a mano en tres etiquetas superpuestas. Sí, en ese momento, pensé en la canción “Té para tres” de Cerati, y en los tres chanchitos, y sólo un poco en la posibilidad de hacer, como dice un amigo de mi madre, un menjunje atroz.
Ese sábado me levanté a las ocho de la mañana. No podía dormir. A eso de las nueve, un mensaje de texto en mi celular informaba que cierto libro en que tengo una humilde participación ya estaba en todas las librerías del país. Un libro de chanchadas. En el baño, mientras me lavaba los dientes, hablé con el escritor en el espejo, ese tipo serio que debate acerca de onanismo con su analista y lee cosas serias como por ejemplo “El erotismo” de Bataille, y se nutre a cada segundo, a cada minuto de esta vida, con lo más puro y sagrado de la alta literatura, y le dije, “macho, tu cuento está en las librerías ¿vamos?” Silencio de baño seguido por el ruido del inodoro. Vamos. Y en efecto, en la vidriera de la librería, el libro chancho lucía su tapa verde, como el corpiño de Selene. Reflejada en el cristal, la imagen fantasmagórica del escritor me decía “llamala, puto, que ahora sos un escritor famoso”. Así que busqué su número en mi celular, conté hasta cinco, y apreté el verde botón de la esperanza.

(continuará)

viernes, 14 de septiembre de 2007

La caída (nouvelle inédita, fragmentos, 3)

por Alejandro Parisi

(viene de acá)

En la entrada del casino de General Navarro hay una fila de personas esperando su turno frente a un cajero automático. Todos están vestidos con el mal gusto típico del que sólo tiene un traje e inexplicablemente se siente orgulloso de llevarlo: las rayas de los pantalones beige, grises, negros bien planchadas; las camisas almidonadas… Pero los zapatos embarrados no pueden ocultar la miseria del campo. Por un momento, Fabián siente un profundo cariño por aquellos seres desvalidos que se quitaron las bombachas y las remeras agujereadas para olvidarse por un rato del lugar que ocupan (y ocuparán) en el mundo que les rodea.

En la caja de venta de fichas lo recibe un gordo descomunal, que parece estar a punto de ahogarse por culpa del moño que le rodea un cuello tan ancho como los muslos de sus piernas. La frente cubierta de sudor, unos bigotes espesos y negros y unos ojos enrojecidos por el vino que debe haber bebido en el almuerzo. Feliz, Fabián compra fichas por el valor de dos mil pesos y le deja una propina generosa al pobre gordo, que le sonríe con los pocos dientes manchados de sarro que aún le quedan en la boca.

El interior del Casino de Saladillo parece el cruce exacto entre el Circo Rodas y un decorado de Las Vegas. Hasta el Casino de Mar del Plata es mejor que este de paredes color pastel y alfombras raídas por los pasos de generaciones enteras de ludópatas rurales.

Al entrar a la sala de las máquinas tragamonedas, ve pasar camareras de dudosa belleza que recorren la sala llevando bandejas con vasos, copas y botellas. En las máquinas hay mujeres de todos los tipos menos de los que valen la pena ser vistos. El sonido de la sala es ruidoso, metálico, agobiante.

Antes de dirigirse a la sala de juego, se acerca a una barra de bebidas.

¿Qué whisky tenés?, le pregunta al esquelético barman.

Blenders, Old Smuggler, Criadores, Iram Premium..., recita el barman pendiente de las camareras que cruzan el salón.

Decime los importados.

Johnny Walker y Chiva’s.

Servime un Johnny Walker black label doble, sin hielo.

Paga los treinta pesos que cuesta el trago y deja una propina de diez. El barman se lo agradece con unos ojos desorbitados, que parecen decir: “Soy su esclavo para lo que quiera”.

Con un vaso en la mano y los bolsillos saturados de fichas de dos pesos y los billetes que le quedan, Fabián se aleja en dirección a la sala de juegos. Tiene la sensación de estar deslizándose por las alfombras, y no es por ansiedad, sino por la seguridad de saberse en un ecosistema que le es mucho más natural que cualquier casa de campo: whisky importado, mujeres que lo observan y le sonríen, crupiers obsecuentes con chalecos morados que esperan su apuesta al borde de las mesas.

Al pasar junto a la mesa de la ruleta, repara en una morochita joven y petisa, algo pasada de kilos y bastante falta de ropas; tiene un par de piernas fuertes, envueltas por una minifalda negra inflada por un culo enorme, y un top escotado, partido en dos por la hendidura profunda que separa dos tetas desproporcionadas en relación al torso infantil que las sostienen. Fabián le guiña un ojo y recoge una sonrisa pícara que termina de levantarle el ánimo.

En el ambiente flota un murmullo parecido al de un shopping, pero en lugar de conversaciones sólo se oyen monólogos de jugadores reflexivos, que algunas veces gritan de alegría, otras se alientan a sí mismos o bien se lamentan por la mala suerte que les hace perder fichas y más fichas.

Aunque en la sala hay menos de quince mesas de juego, demora un rato en encontrar la de Holdem. Porque para él ese tipo de poker es el único juego que vale la pena: ahí es donde uno puede hacer valer todos sus instintos, enfrentándose a los demás jugadores y no a la banca. Y sin límite de apuestas. Para jugar al Holdem hay que tener una habilidad innata, la de saber leer el juego de la mesa y prestar más atención a las estrategias ajenas que a las cartas de uno. “Como en los negocios”, piensa Fabián.

Así que se acoda en la mesa, saluda a los demás jugadores y al crupier y bebe un trago de whisky mientras espera que se acabe la mano que está en juego. El jugador que está a su derecha, un tipo robusto y musculoso de unos sesenta años, con el cabello teñido de negro y unas patillas pasadas de moda, realiza la primera apuesta antes de ver sus cartas. Un gesto de vanidad que Fabián condena alzando las cejas. “Debe ser de esos tipos que no soportan que le doblen la apuesta más allá de sus posibilidades de juego”, piensa, “un impulsivo que puede llegar a perder un dineral en una sola noche”.

El que está a su izquierda, en cambio, no puede dejar de cambiar de sitio las cartas que tiene en la mano. Duda una eternidad antes de concretar cada jugada, y aunque en la sala la temperatura está templada por el aire acondicionado, tiene la frente cubierta de sudor. “Un inseguro”, piensa Fabián.

La tercera, una mujer maquillada como para participar en un concurso de payasos, tiene el cabello rizado y de color caoba cayéndole sobre los hombros salpicados por miles de pecas. Antes de apoyar sus cartas siempre dice alguna estupidez, que los demás festejan con una sonrisa de compromiso.

Al fin la mano acaba con victoria del tímido. El crupier le acerca las fichas y, con educación y un temor innato, el tipo se despide llevándose su dinero.

Hijo de puta, qué culo que tuvo, dice el vanidoso, viendo alejarse a su verdugo.

¿Juega?, le pregunta el crupier a Fabián con indiferencia.

Sólo si el señor promete no enojarse en caso de que le gane, dice Fabián, sonriéndole al vanidoso.

Juegue, pero prometa que no se va ir después de ganar la primera mano como ese hijo de puta.

Mientras tanto, la mujer aprovecha el tiempo muerto para retocarse la boca con una enésima capa de lápiz labial.

El vanidoso gana la primera mano antes de que Fabián logre acabar el whisky. Como siempre, él se limita a emparejar las apuestas de sus contrincantes y dejarse perder para que los demás ganen confianza y se fíen de cara al futuro.

La segunda mano la gana la mujer, y Fabián la felicita con un gesto imperceptible que a ella la ruboriza y la obliga a acomodarse el cabello como si fuera una adolescente coqueta recibiendo un piropo en su primera cita. Se acerca una camarera, Fabián pide otro Johnny Walker doble sin hielo y le invita tragos a todos los de la mesa.

No puedo beber mientras trabajo, se excusa el crupier, algo desilusionado.

La mujer pide un gin tonic, el vanidoso una ginebra con hielo.

Fabián gana la tercera mano con un poker de nueves, y dado que el vanidoso tenía un poker de cincos (lo suficiente como para animarlo a apostar cualquier cosa), el pozo es bastante abultado. El vanidoso le sonríe con malicia, diciendo:

Esto es por las bebidas.

Gracias, si quiere otra pídala que creo que me alcanza.

La mujer suelta una carcajada que pronuncia aún más las arrugas de su rostro. En ese momento llegan las bebidas. El segundo whisky a Fabián le resulta más sabroso que todos los que tomó en su vida. Se siente ligero, feliz y agradecido, como si todos los que están en el casino estuvieran ahí sólo para que él pase un buen rato.

Su buena suerte la acompaña durante las siguientes manos, y en poco más de una hora llega a doblar el dinero que tenía al principio. Después siente el roce de un brazo, y al girarse descubre a la morocha que antes estaba en la ruleta y ahora está mirándolo directamente a los ojos con un descaro insolente que lo excita.

Más pendiente del roce de su pierna con el culo de la morocha que de las cartas, pierde las seis manos siguientes mientras se toma otro par de whiskys. Poco a poco, comienza a intercambiar frases cada vez más largas con la morocha. Al fin, cuando se queda sin fichas, la invita a beber algo en la barra. Se despide de los jugadores y del crupier, que parece no entender que a Fabián le importe tan poco haber perdido tantas fichas. “Si supiera la guita que perdí y gané en mi vida”, piensa Fabián pasando un brazo por los hombros de la morocha.

¿Cómo podés tener buen humor si perdiste tanta guita?

La guita va y viene. ¿Cómo te llamás?

Daisy.

Daisy… Como la novia del Pato Donald.

Ella se ríe y sus tetas se balancean al ritmo de la carcajada. El barman los mira con desgano, y con desgano sirve un whisky doble sin hielo para él y un vodka con naranja para ella. Brindan en silencio. Daisy se muerde el labio inferior y Fabián puede sentir una erección clamando desde el centro de su cuerpo. Entonces la atrae hacia él y, al no sentir resistencia, vuelve a alejarla como si quisiera extender ese gran momento que antecede al primer beso.

Venís seguido por acá, ¿no?

Bastante, dice ella y bebe un largo trago sin por eso dejar de mirarlo a los ojos.

A la segunda copa, a Fabián ya no le interesa postergar eso que tanto ansía: la besa y se sorprende de que ella lo corresponda con la misma avidez. Más sereno, ahora también se permite acariciarle los hombros y frotar su pierna contra la minifalda que envuelve un cuerpo que ahora le parece perfecto.

¿Te gusta la ruleta?, le pregunta mordiéndole el lóbulo de la oreja izquierda.

Sí, pero a mí también se me acabaron las fichas.

Por eso no te preocupes, tengo guita como para que sigas perdiendo toda esta noche y las noches que vos quieras.

A veces gano, dice ella, con la confianza suficiente como para llamar al barman y pedirle otro vodka con naranja.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Blog Poetry?

En los días buenos
(por Viperinalengua)


Soy como muchos
nada del otro mundo
trabado enroscado arquetípico
trato de fluir como los peces
pero me enrendo en los enjambres de la urbe
ego ambivalente
pupilas de menta
deseo de aguaviva
pero en los días buenos
con viento a favor
y mucho gel en la melena
me conecto con mi relleno
de masapán
y ando bastante bien
en los días buenos
soy un bombón ciclotímico
un asteroide de esperma radioactiva
fuera de mi órbita natal
pero fuera de los cuatro cuartos menguantes
que hay al mes
soy garrapiñada vencida
residuo de menstruación de maestra de primaria
un agrio tubbie seis
un chino que nunca pudo aprender español ni inglés
y nunca se fue de villa urquiza
nunca pude superar la no-circuncisión
no poder ser actor ni cantante
y no haber ido al nacional buenos aires
cuando hablo a veces me preguntan
de dónde soy
el otro día fui al teatro
a ver el amor es un francotirador
y a enamorarme de lola arias
llegué temprano encendí un cigarrillo
me crucé con el actor que hace de boxeador
y lo felicité por algo de ruido hace
qué copado tu acento, me dijo
¿sos español?
no, tartamudo

La caída (nouvelle inédita, fragmentos, y 2)

por Alejandro Parisi

(viene de acá)

Antes de que baje de la camioneta, se abre la puerta de la casa y Daniela sale a recibirlo cubriéndose con un paraguas rojo.

Fabián mira hacia uno y otro lado, como si temiera enfrentarse con esa mujer que grita:

¿Después de dos años te acordás que tenés hijas?

Quiero verlas, dice Fabián al bajarse.

Sos un hijo de puta, dice Daniela. Vinieron a buscarte dos tipos, me hicieron preguntas como si yo supiera dónde mierda estabas…

¿Puedo entrar?

Daniela suspira, como si no pudiera contener la rabia, y luego:

Diez minutos. Después te vas.

A pesar de todo, Fabián se acerca para besarle una mejilla. Ella acepta el saludo.

La puerta da a un living inmenso, decorado con buen gusto, con muebles oscuros, paredes mostaza y unos sillones negros de cuero. De pie allí, Fabián se lleva una mano al rostro; se acomoda el flequillo, se rasca la barba y desprende uno de los botones de su camisa. Tiene calor, y recuerda que Daniela sólo puede soportar el invierno con la calefacción al máximo.

Cruzada de brazos, ella lo examina con minuciosidad.

Estás gordo. ¿Y esa barba?, pregunta.

¿Las nenas?

Arriba. ¿Sabés lo que me costó hacer que dejaran de preguntar por vos? Y ahora venís acá y te plantás como… como… ¿Qué hiciste? ¿Por qué te están buscando?

Daniela no puede ni quiere esconder su nerviosismo, su indignación. Se acerca a la mesa, toma un paquete de cigarrillos y enciende uno. Suelta el humo con violencia. Sorprendido, Fabián le pregunta:

¿Desde cuándo fumás?

¿Qué te importa?

El tabaco hace mal.

Hay tantas cosas que hacen mal... Vos, por ejemplo, dice ella. Luego, se asoma a la escalera y grita: Loli, SofiBajen.

Se escuchan pasos, provenientes del primer piso. Luego, Loli baja los escalones de dos en dos.

Cuidado, te vas a caer, dice Daniela.

Pero la niña no la escucha y continúa corriendo para echarse a los brazos de su padre. Fabián la besa, le acaricia el cabello, le tira de las dos colitas atadas con cintas blancas y la abraza con fuerza. Al levantar la vista, detrás de Loli descubre a una versión adolescente de Daniela mirándolo con el mismo gesto de furia de su madre. “¿Puede haber crecido tanto en dos años?”, piensa Fabián con un nudo en la garganta.

¿Sofi? Sofía…, dice Fabián.

¿Viste qué cambios?, dice Daniela alejándose hacia la cocina.

Sofía mantiene la distancia, y hasta parece estar enojada con su hermana pequeña porque no deja de abrazar a su padre. Fabián esperaba encontrarse con otra niña, no con un germen de mujer. Si hasta puede ver que, entre el cuello y los hombros, le asoman los tirantes de un corpiño. Al fin se acerca y la abraza. Ella lo deja hacer sin demostrar ninguna emoción; sólo rechazo.

Sofi…

Hola, dice Sofía, temblando entre los brazos de su padre.

Daniela regresa al living trayendo una bandeja con tazas de café. La apoya sobre la mesa y se vuelve para controlar que todo vaya bien entre Fabián y las nenas. En ese momento, Sofía se aleja de Fabián para ir junto a su madre, que le pasa un brazo sobre los hombros y le besa el cabello.

Loli, en cambio, corre otra vez para abrazar a Fabián. Él se inclina hacia ella, le dice algo al oído y la niña asiente moviendo la cabeza y las colitas de su cabello. Sofía cruza el living y enciende la televisión; en la rapidez de sus movimientos Fabián puede notar toda su incomodidad, su tristeza.

Loli, quedate con Sofi un momento, dice Daniela, y a continuación le hace una seña a Fabián. Los dos se dirigen a la cocina con una taza de café en la mano.

Sobre la mesada de mármol hay una torta de chocolate, a la que sólo le falta una porción. Todo está ordenado: los platos en el secador, un florero con margaritas sobre la mesa, las botellas de vino en la pequeña bodega que hay sobre la heladera y una fuente repleta de mandarinas, naranjas y pomelos.

Daniela se apoya contra la mesada, enciende otro cigarrillo y se alisa los pliegues de una camisa rayada que le remarca los pechos. Tiene el cabello lacio y castaño suelto sobre los hombros, y la piel tan rosada y tensa como cuando él la conoció, hace ya más de quince años. Negros, sus pantalones marcan una silueta más estilizada que lo que él recordaba.

¿Qué mirás?, dice ella soltando el humo.

Nada, se te ve bien.

No empieces.

No empiezo, te digo la verdad: estás linda, radiante.

Vos estás hecho mierda. Decime, ¿quién te dijo que la barba te queda bien?

Nadie. ¿Cómo están las nenas?

Preguntáselo a ellas.

Sofía no me habla, me mira como…

Como si no te viera desde hace dos años. ¿Qué querías? ¿Qué te abrazara y te agradeciera la visita? Fabián, seguís siendo tan egoísta como siempre.

Fabián respira hondo, bebe un sorbo de su café y se acoda en la mesada. El olor a torta recién horneada le recuerda otras épocas: Sofía jugando con sus muñecas, Loli gateando entre las patas de la silla... De pronto, se vuelve para mirar la cocina: todo impecable, todo reluciente, todo envuelto por un aire familiar que ya no le pertenece.

¿Me decís en qué andás?

La cagué, dice Fabián con una sinceridad que hasta a él mismo lo sorprende. Me metí en un negocio que salió mal. Me están buscando...

¿Y por qué todavía no te encontraron?

Gracias a Carmona.

¿Te está cuidando ese chanta? ¿Qué hiciste?

Tuve mala suerte.

¿Mala suerte? Si estás solo como un perro, si tus hijas te miran como a un extraño y te buscan los acreedores quizá no sea sólo por mala suerte, ¿no? Cuando algo te sale mal es mala suerte; pero cuando ganás es porque sos el genio de los negocios.

Por favor, no me ataques…

¿Que no te ataque? Me dejás, desaparecés dos años de la vida de tus hijas y ahora venís y me decís que no te ataque… ¿Quién te creés que sos?

Yo pienso en ellas. Les compré esta casa, te paso guita todos los meses…

Metete la guita en el culo. Tus hijas te quieren ver a vos. Y además empecé a trabajar, así que dentro de poco ya no vamos a necesitar tu guita.

¿Vos? ¿Trabajar?

Sí, y me va bien.

¿Y de qué trabajás?

Puse una inmobiliaria. Mi viejo me pasó varios clientes.

Tu viejo… ¿Cómo anda?

Acostado, con un respirador artificial. Tuvo un derrame.

No sabía…

¿Y cómo vas a saber, si hace dos años que no sos capaz de levantar el teléfono? Decime, ¿qué vas a hacer?

Mañana me voy del país.

¿Te vas? ¿A dónde?

Paraguay.

Daniela suelta una carcajada descalificadora.

Paraguay… Quién te ha visto y quién te ve, ¿no? Paraguay…

Es por un tiempo. Cuando esté más tranquilo las llamo, dice buscando en sus bolsillos el dinero. Después, con un gesto furtivo, lleno de vergüenza, se queda con un billete y le extiende el resto a su ex mujer, diciendo: Tomá, guardate esta guita.

¿Para qué? No la quiero. No la necesitamos.

En diciembre Sofía cumple quince años, ¿no? Por lo menos que tenga una fiesta decente.

¿Ves que no tenés ni idea? No quiere fiesta; quiere un viaje…, dice ella guardando el dinero en un cajón de la alacena.

Que haga lo que quiera. No sé cuando voy a volver, no sé cuando voy a poder verlas… Perdoname. Perdoname por todo lo que les hice.

No hace falta la escenita del arrepentido. Yo te conozco: no cambiás más. Andá, por lo menos quedate un rato con Loli, que todavía es chiquita y no se da cuenta de nada. Sofía está enojada…

Es igual a vos. Está hermosa, dice Fabián y se queda en silencio, pensando con una nostalgia que de pronto le quita el habla. Al fin, vuelve a meter una mano en el bolsillo y retira un juego de llaves: Tomá, son las llaves de mi casa.

¿Necesitás un agente inmobiliario?

No, no hace falta. Está a nombre de las nenas. Alquilala, vendela, hacé lo que quieras... La escritura está en el sótano; hay una caja fuerte detrás de una de las bodegas.

¿La clave?

Primero el día y mes del nacimiento de Sofi, después el de Loli.

Qué tierno… Me vas a hacer llorar, dice Daniela, burlándose.

Cuando regresan al living, Sofi y Loli están jugando a las cartas.

Me voy, dice Fabián con las últimas fuerzas que le quedan.

En la puerta de la casa, se despide de Sofía y de Loli, que ya no puede contener las lágrimas. Abrazada a las piernas de su padre, se resiste a dejarlo partir. Fabián la abraza, la besa, la acaricia. Pero no logra que deje de llorar. Daniela la alza en brazos, y Loli esconde la cara en el cuello de su madre.

Te avisé que se iba a poner así, le dice Daniela a Fabián.

Al fin, besa el cuello de Loli y le dice: Te quiero. Las quiero, y vuelve a besar a aquellas tres mujeres que lo despiden sumidas en un silencio atroz.

Cuando la camioneta se aleja, Fabián se asoma por la ventana, como si tratara de guardar esa imagen para el resto de sus días: la casa color mostaza, los árboles sacudidos por el viento y la lluvia, sus hijas a salvo en los brazos de su madre.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

La caída (nouvelle inédita, fragmentos, 1)

por Alejandro Parisi

La F100 se detiene frente a la barrera que bloquea el camino. Un hombre vestido con un piloto verde se acerca a la camioneta, protegiéndose de la lluvia con un paraguas negro.

Hola, vengo a la casa de la señora Singer, dice Fabián.

El hombre retira una carpeta de debajo de su piloto y demora algunos minutos consultando los nombres de los propietarios de las casas. Después, alza la vista y dice:

¿Está seguro de que ése es el apellido?

Daniela Singer, aclara Fabián, contrariado.

El hombre vuelve a consultar la carpeta.

No.

Fabián duda un momento, hasta que al fin dice:

¿Daniela Goldman?

Ahora sí, dice el hombre. Espere un minuto que le aviso que llegó. ¿Su nombre?

Fabián.

¿Fabián qué?

Fabián Singer.

Cuando el hombre regresa a la casilla, Fabián se queda en silencio, negando algo con la cabeza. El de seguridad regresa unos minutos más tarde.

Parece que la señora Goldman no lo esperaba.

Sí, ya sé. No pude avisarle que venía.

Hay un problema: la señora no quiere dejarlo pasar.

¿Cómo? ¿Me está jodiendo?

En ese momento suena una bocina. Al otro lado de la barrera, un todo terreno color negro enciende y apaga las luces para que la F100 se aparte del camino y le permita salir del country. El hombre del piloto le hace una seña al conductor, y luego se dirige a Fabián:

Buenas tardes. Ahora, si por favor puede despejar la salida…

Fabián quisiera sacar el revólver que tiene en la cintura, sólo para verle la cara desfigurada por el miedo.

Yo no me pienso ir. ¿Sabe quién pagó la casa de la señora Goldman?

No sé. Sólo le digo lo que me dijo ella. Si no me autoriza no puedo dejarlo pasar, dice el hombre. Y sin mirarlo, agrega: Por favor, libere el paso...

El conductor del todo terreno vuelve a tocar bocina. Fabián pone marcha atrás y se aparta de la entrada. La barrera se eleva y el otro vehículo se aleja por el camino de grava. Entonces Fabián se seca el sudor de las manos sobre los pantalones, baja de la camioneta y se dirige a la casilla.

¿Tiene teléfono acá?, le dice al hombre que le prohibió la entrada.

Sí, ¿qué quiere?, dice el hombre, incorporándose, mirando de soslayo a los otros dos hombres que están sentados junto a él.

Perdóneme. ¿Me permite hablar con la señora Goldman?

Los tres hombres se cruzan miradas. Al fin, uno parece reconocerlo.

Usted es el marido, ¿no? Antes no tenía barba.

Sí. Cómo le va, dice Fabián, estrechándole la mano como si fuera un amigo al que no ve hace tiempo. Mire, dígaselo a su compañero, que no me conoce. Debe haber un malentendido. Mi mujer suele hacer estas escenitas.

Espere, dice el hombre que le prohibió la entrada, marcando un número en el teléfono. Después, mirándolo a Fabián, habla con su ex mujer:

Disculpe, pero el señor Singer sigue acá. Sí, ya se lo dije… No, no. A ver, espere.

El hombre cubre el micrófono del teléfono, y luego se dirige a Fabián en voz baja:

Quiere hablar con usted.

Claro, claro, dice Fabián tomando el auricular del teléfono. Se aclara la voz y dice:

Daniela, tengo que ver a las nenas. No, sí, sí, diez minutos. Después me voy, quedate tranquila. Sí. Lo que vos digas.

Los tres hombres fingen estar ocupados, pero lo miran de reojo; uno de ellos, el que no habló, parece estar conteniendo la risa. Al fin, Fabián le entrega el teléfono al primero de ellos con cierto aire de triunfo. El hombre escucha a Daniela durante unos segundos y luego cuelga.

Puede pasar, dice.

“Hija de remilputa”, piensa Fabián al salir de la casilla.

Hija de remilputa, dice y abre la puerta de la F100.

Desde la casilla, uno de los hombres activa el mecanismo de la barrera, que se eleva para permitirles el paso.

(…)

martes, 11 de septiembre de 2007

Cada ochenta y nueve años

por Elemental

para Satán, gran comentarista

No, Octavio hoy no viene, qué va a venir. ¿No te enteraste de lo que le pasó? Terrible, loco, terrible. ¿Ves? Ahí tenés un ejemplo clarito de que la gente no sabe lo que pasa, cuando pasa algo. ¿Viste que el nueve de julio nevó? Claro, cómo no lo vas a ver, si la gente se llamaba por teléfono, te despertaban de la siesta en pleno feriado, parecía que era carnaval y en lugar de pomos había copitos. Bueno, mientras los padres sacaban a los pendejos a los patios para que armasen muñecos de nieve así se sentían en una película, Octavio salió de la casa y se puso a bailar en la mitad de la calle. Todo el mundo estaba recontento, imaginate, ochenta y nueve años sin nevar, era una especie de milagro. Y tan contentos estaban que no se avivaron de que Octavio, mientras bailaba con los brazos exendidos, decía se me dio, se me dio. A la media hora, ponele, se metió de nuevo en la casa y se mandó para el dormitorio. Amanda dormía, y él se acostó y la abrazó desde atrás. Cucharita, le hizo, y le empezó a besar la oreja. Y ahí empezó mi amor, mi amor, hasta que la despertó. Ella lo miró medio dormida, se avivó enseguida de que él quería guerra, sonrió por la sorpresa, le preguntó qué pasaba que estaba tan contento, y ahí el Octavio, que vos viste la boca que tiene, parece una palangana, y con esa boca sonrió hasta que le cubrió toda la jeta y dijo nieva. Ella lo miró, no entendía. Nieva, mi amor, insistió él. Ella se pensó que era una joda, se levantó y miró por la ventana y descubrió que era verdad. Entonces giró, vio que Octavio la esperaba totalmente en pelotas en la cama, totalmente al palo, y se acordó. Ni en pedo, dijo. Vos me lo prometiste, mi amor, le dijo él. Parece ser que ella se lo había prometido. Vos viste, Amanda siempre fue una mina gauchita, si de pendeja la llamaban Pájaro Loco por la onda que le ponía a hacerle petes a los novios, con tanto ritmo en la cabeza que parecía un pájaro carpintero. No era mojigata ni nada, Amanda ya desde pendeja había sido rápida para los mandados, cuando pintaba era palo y a la bolsa. Pero parece ser que Amanda siempre tuvo cagazo de entregar el rosquete. Decí que Octavio siempre la quiso, cuando empezó a salir con ella era como un sueño cumplido, así que no dijo nada. Pero la verdad, y de esto vos te acordás porque él siempre preguntaba en los puticlubs si tal trola entregaba el orto, para Octavio el ojete era un tema importante. La verdad, para mí también. Las minas medio chifletis, medio feministas, te dicen que vos querés hacerles el culo para sentir que la dominás más, o que tenés fantasías homosexuales, cuando nada que ver. Uno quiere hacerle el culo a una mina porque es más apretado, loco, porque es como, bueno, no sé como qué, pero es apretadísimo, sentís todos los anillitos alrededor de la verga y está bueno. Ok, uno sabe que a las minas medio que al principio les duele, entonces no insiste mucho, pero las ganas siempre están. Incluso para Octavio, que estaba metido hasta las bolas con Amanda, que ya te digo, era gauchita, en la cama se llevaban bárbaro, pero cuando él le decía algo del marrón ella lo sacaba carpiendo. Tanto insistió él que un día ella le dijo bueno, está bien, pero si decís tanto que no duele primero te lo hago yo. Ahí Octavio le dijo que ni loco, más vale, que te acaricien un poco el culo mientras te la chupan está bien, pero todos sabemos que más de una falange es de puto, así que Octavio le dijo que no. Y como ella se reía él se puso serio y le dijo que, para él, hacerle el culo era algo importante, que se lo pedía al menos una vez, que probasen y si a ella no le gustaba iba a parar. Amanda no aflojó. Ya te digo: le tenía cagazo. Hay gente que le tiene miedo a las alturas, otra a quedarse encerrada, otra al agua. Bueno, Amanda tenía pánico de entregar el orto. ¿Y sabés lo que le dijo, cuando él le confesó que era muy importante que lo hicieran por popa? Cuando nieve en Buenos Aires, te lo entrego, le dijo. Y después se olvidó, claro, porque lo había dicho como diciendo nunca, pero Octavio se acordaba, más vale que se acordaba, y la esperaba ahí, en la cama, totalmente al palo, creyendo que se le cumplía el sueño. Vos estás loco, dijo ella. Ahí él se puso hecho una furia, le dijo que el matrimonio se basa en la verdad, que ella se lo había prometido y él se la había bancado, pero que ahora ocurría el milagro, y señaló la ventana en la que se pegaban los copitos contra el vidrio. No le dejó alternativa, a Amanda. Ella lo único que pudo hacer fue preguntarle si tenía gel o algo, porque según ella era indispensable, o eso le habían dicho sus amigas. Imaginate: nunca lo habían hecho, por lo que Octavio el único gel que tenía era el del pelo. Ahí él le dijo que con manteca o margarina se podía hacer, que Marlon Brando lo usaba en Último tango en París. Ninguno de los dos había visto la película, pero todos sabemos que ahí el gordo Brando pela la manteca y le da duro y parejo. Pero Amanda le dijo que era antihigiénico, con manteca, que no, que podía infectarse, que gel antiséptico o ni en pedo. Octavio se mandó para la cocina, revolvió la alacena, le preguntó si con aceite podían, pero nada. Ni de girasol, ni de maíz, ni siquiera el de oliva que guardaban para cuando iban las visitas. Tenía que ser con gel, porque, le dijo Amanda, quiero asegurarme de que no me va a doler tanto. Dijo tanto, ¿entendés? Ella sentía que iba al muere, pobre. Y Octavio, que la quería pero se moría de ganas de hacerle el upite, aceptó la nueva regla de juego. Tres horas, caminó por la calle bajo la nevada. No encontraba ninguna farmacia abierta. Imaginate: era feriado, estaba todo cerrado. Se tuvo que tomar un remís, convencer al remisero de que podía manejar sobre la nieve, y se fue para la Capital. Desde Ramos a la Capital explicándole al tipo que esa nieve para él era vida, que se le estaba por dar. Ahí el remisero, que se enterneció con el entusiasmo de Octavio, empezó a explicarle que si quería hacerle el culo a su mujer lo mejor era abrir primero la compuerta. Que para eso están los dedos, le dijo, que si lo intentaba de una con la poronga podía arruinarlo todo. Que lo mejor, le dijo, era culeársela y puertearle el ojete con el meñique, en la mitad del asunto, mientras le daba por adelante como siempre, como quien no quiere la cosa. Cacharla del culo, darle duro y parejo y puertearla con el meñique. Eso, le dijo. Y le dijo que una cosa es hacer un culo y otra romperlo. Quien hace un culo le abre las puertas del paraíso al resto de la humanidad, dijo el remisero mientras manejaba, y el torpe que lo rompe nos condena al infierno a todos los que después caigamos con esa mina. Octavio había hecho unos culos, claro, si vos te acordás, pero la verdad que mucho no se acordaba y además lo había hecho con trolas, que en general tienen el agujero más abierto que el túnel subfluvial. Y otra cosa que le dijo el remisero fue que pidiese el gel que usan los putos. Ahí el Octavio mucho no entendió, tuvo cagazo de que el chango se le estuviese tirando un lance, y el remisero le explicó que ese gel lubricante estaba hecho especialmente para culos, que por eso los maracas lo usan, porque es una maravilla. Eso, le dijo, que era una maravilla. Imaginate la cara del Octavio cuando en el Farmacity pidió gel para putos. Porque eso, dijo, pobre: me da gel para putos. Encima lo pidió en la parte de remedios, y la farmacéutica, una piba divina, me dijo, lo mandó a una de las góndolas, y lo miró como quien piensa qué desperdicio, porque vos viste que, casado y todo, el Octavio tiene arrastre. Bueno, con el anillo puesto, la verdad, según él, tiene más arrastre. Pero, vos vieras, nunca le metió los cuernos a Amanda. Es el amor, loco, es el amor el que cambia a las personas. Y el amor te puede tapar los deseos más fuertes, pero es eso: te los tapa, y tarde o temprano cae nieve sobre Buenos Aires y quedan a la vista. Por eso la Amanda hasta se enterneció, cuando lo vio a Octavio que volvía recagado de frío y con la bolsita de Farmacity llena de gel. Se mandaron directo para el dormitorio. Primero lo hicieron como siempre, muchos besos, en la boca y en todo el cuerpo, un poco de pájaro de carpintero de ella mientras él cerraba los ojos, un poco de mineta de él, que según me dijeron varias minas es el maestro de las minetas, porque mientras la chupa con una lengua que parece tener vibraciones de escala Richter les mete el dedo, les ubica el punto como si fuera sexólogo y no encargado del depósito de Wall Mart, y cada tanto succiona. Imaginate la onda que le habrá puesto esa tarde, cómo se habrá esmerado para que Amanda no se arrepintiese. Dicen los vecinos que los gritos de ella se escuchaban en todo el barrio, porque es así, de esas minas a las que les gusta gritar todo lo que les gusta, de las que dan indicaciones, órdenes te diría, y te dicen más fuerte, o dale nene dale, o ahí sí ahí, todo con esa voz finita que, en un momento como ese, te vuela la cabeza, por más que tengas la cabeza entre las piernas de ella. Y después Octavio cachó los pies de ella y se los cargó al hombro, apoyó la punta de la chota entre los labios de ella, la miró a los ojos, le dijo te quiero –porque Octavio es un romántico, no hay nada que hacerle- y se la puso. Primero un bombeo lento, como para reconocer el terreno, mientras giraba la cabeza y la pasaba la punta de esa lengua que parece una víbora, le pasaba la lengua, te decía, por los pies de ella, le succionaba el dedo gordo y ella chocha de la vida, y más chocha cuando Octavio le empezó a poner ritmo, ahí ella empezó con el más fuerte, dale nene dale, ahí si ahí. Y, tal como le había dicho el remisero, Octavio la cachó bien fuerte de las cachas del culo y siguió dándole, y, como quien no quiere la cosa, le empezó a puertear el ojete con el meñique. Amanda abrió los ojos, se avivó que la cosa venía en serio, pero no dijo nada. Cuando él ya había metido dos falanges y empezó el metesaca mientras no paraba de darle matraca, ella le dijo te amo. Eso, le dijo: te amo. Y después le dijo: dale nomás. El dedo, que estaba embadurnado de gel, entró entero, y Octavio se avivó de que el culo de Amanda empezaba a abrirse. Entonces metió otro dedo, llevó los dos hasta el fondo, los hizo circular como para demarcar territorio, y cuando sacó los dedos también sacó la chota, y Amanda cerró los ojos y se mordió los labios, y Octavio apoyó la cabeza contra el ojete, dijo te amo mi vida, y la puso. ¿Y sabés que entró fácil? Él sintió que la pija entraba, que los anillos lo abrazaban, que ella medio que gemía pero se la bancaba bastante. Así hasta el fondo. Se quedó quieto, ella todavía de frente pero doblada para arriba que parecía una acróbata, y después de unos segundos Octavio empezó a moverse. El paraíso, loco, el paraíso. Qué te digo el paraíso, la conquista de la eternidad, el placer más grande al que los dioses pueden aspirar. Así, se sentía Octavio. Y como no es ningún egoísta, mientras metía y sacaba la acariciaba a ella, le metía los dedos y le ubicaba el punto y le seguía chupando los pies. Ahí empezaron a gritar los dos, y los vecinos casi llaman a la policía. Pero el paraíso es un lugar en el que no te podés quedar demasiado, y se terminó cuando acabaron los dos, porque hasta eso, se les dio, lo que casi nunca: acabaron los dos al mismo tiempo. Se quedaron tirados en la cama, se dijeron te amo quichicientas veces, y miraron la ventana, la nevada que seguía cayendo. El problema surgió cuando ella dijo que quería ir al baño. Octavio quiso sacar la pija, pero no podía. Amanda primero se pensó que era joda, pero después se avivó de que la cosa venía en serio, que habían quedado abotonados como perros de plaza. Ocho horas, estuvieron así, esperando a que a él se le bajara del todo, pero nada. Cuando ella presionaba con el ojete para empujarlo hacia fuera, Octavio gritaba que le dolía. Estaban así, enganchados. No podían ni moverse. Apenas si él pudo sacarse los pies de ella del hombro, girar los cuerpos y quedar en una cucharita forzada. Ocho horas, tal como te lo digo. Ocho horas en las que pensaron cómo iban a hacer de ahí en más, si eso era para siempre. Ocho horas en las que Octavio estaba cagado en las patas de llamar a un médico y que les dijeran que había que pelar el bisturí y amputar. Ocho horas en las que Amanda puteaba al techo por haber cedido a los reclamos de su marido. Ocho horas para superar la vergüenza y llamar al único médico de confianza que tenían: Sergio, el hermano de Amanda, que imaginate la cara que puso cuando entró a la casa con su llave y los encontró así en el dormitorio. No sé, en una de esas le pusimos demasiado entusiasmo, le dijo Octavio al cuñado. Te juro que es la primera y última vez que hago algo así, le dijo Amanda al hermano. Los llevaron a la guardia en ambulancia, mientras los trasladaban en dos camillas los enfermeros se cagaban de risa, los vieron todos los vecinos que armaban sus muñecos de nieve, y en el hospital le metieron a él una pichicata para que se le bajara la pija y a ella un relajante muscular. Cuatro horas después, estaban liberados. Volvieron a la casa en ambulancia: ella no se podía sentar, él se acariciaba el coso que no paraba de dolerle, que le duele hasta el día de hoy, que casi no puede caminar y por eso hoy no va a venir a jugar con nosotros. Porque hubo un milagro, se cumplió un sueño, pero eso sí: a Amanda ya no podés hablarle ni de las roscas de Homero Simpson, y a Octavio no podés mencionarle ni la nevada de El Eternauta.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Pregunta


Una vez que se dio el primer beso,
¿hasta qué cita es lógico esperar
por la primera trifulca sexual?


viernes, 7 de septiembre de 2007

Te quiero como Friend II

Por Simón


REVIVAL

Yo dije que me iba, ella dijo “esperá” y creo que fue lo único que dijo porque no me dejó pensar y me saltó encima. Entonces, tuvimos nuestra verdadera noche de sexo. Un gran sexo diría: sin prejuicios ni inhibiciones, sin importarnos nada, con mucha conexión y entusiasmo. De esas veces en las que todo termina por decantación, por una sucesión de besos y caricias que conducen hacia un orgasmo perfecto, si la expresión no es redundante. Quedé boca arriba con la respiración acelerada. Esta vez fue ella quien buscó los cigarrillos y me beso.
Pese a los buenos augurios, la situación volvió a ser la misma. Ella enmudeció de nuevo, renovando mis dudas anteriores y haciendo surgir nuevas:¿estará por sufrir un ataque de epilepsia? ¿se sentirá incómoda conmigo en la cama? ¿podrá fumar y hablar al mismo tiempo? El proceso duro menos...

LA CAJA BOBA

Luego de permanecer unos diez minutos en silencio, tiempo que para estar desnudos en una cama puede ser demasiado, de pronto dijo: “¿Te gusta Friends?”. Dudé unos segundos, pero dije sí con entusiasmo fingido ante el temor de que una respuesta negativa volviera a callarla. “Qué bueno”, exclamó y encendió la televisión. En el poco tiempo que duraron los comerciales me habló sobre sus personajes favoritos, aunque todos eran sus favoritos porque la serie le encantaba. Además, me comentó que algunos personajes habían experimentado cambios, aunque imaginé que los verdaderos cambios venían de su parte. “Qué bien”, dije con la mirada en la tele. Entonces, comenzó la serie.

LA METAMORFOSIS

Ella comenzó a emitir pequeños sonidos, casi tímidos, apenas perceptibles, luego sus labios se abrieron un poquito y dejó escapar algunas risitas, luego los sonidos se tornaron en jijijís que fueron acompañados por movimientos de vientre, los jijijís se hicieron jajajás y jojojós, y muchos jojojós, que luego fueron más largos y se combinaron con los anteriores jojojoooooooóss jijijís, jajajaja, jijiiji, jaraijas al tiempo que su cuerpo comenzaba a moverse de forma espasmódica y todo tan de repente, menos de tres minutos de capítulo que dispararon lágrimas en sus ojos ante la entrada de cada personaje, aunque más no fuera con gestos nimios y líneas de texto muy breves: Joey decía “Buen día” y ella estallaba; Chandler decía “No es así, Rachel” y ella aplaudía junto a los aplaudidores de la tele que siempre se ríen más de la cuenta pero en comparación con ella eran simples aprendices de la risa. Y yo, desnudo a un lado de la cama, me pregunté si no había llegado el momento de irme, así que me vestí y dije “me voy”, pero ella dijo “ssshhh... pará pará” y continuó riendo hasta que llegó el corte, se puso algo de ropa de manera urgente, me dijo “dale que llegó la pausa”, en el ascensor no pronunció palabra, al despedirme le dije “hablamos” y ella dijo “dalebuenochauchau” y, calculo, en menos de treinta segundos habrá estado en su cama agonizando de risa.


ALGUNAS CONCLUSIONES

Al regresar a casa me sentí más vacío que de costumbre, tanto que hasta me dieron ganas de salir a conocer otras mujeres. Sin embargo, decidí otorgarle a la candidata una nueva chance. Esta vez, el encuentro fue directamente en su casa, directamente en su cama y directamente, antes de que se acercase la hora de la repetición de Friends, huí despavorido.
Lo cierto es que, con el pasar de los meses, hoy tenemos una relación maravillosa. Después de alrededor de cinco encuentros, hemos logrado avances notorios: le envío un mensaje, ella responde, concertamos una cita, paso por su casa, hacemos el amor una o dos veces y, a la hora señalada, me visto en silencio, digo buenas noches y me voy. Ella queda mirando Friends.
Algunos dirán que es una relación fría, desprovista de cualquier tipo de amor, pero yo puedo asegurarles que es falso. Nos amamos en la cama y, antes y después, el trato es de verdadera camaradería, amigos solidarios que se ayudan en la descarga de impulsos biológicos predeterminados. Nos respetamos mucho, no hay preguntas, no hay lágrimas, ella no me cuestiona y yo no cuestiono Friends. No es como estar enamorado, lo sabemos, pero quién puede decir que esa chica y yo no compartimos alguna de las extravagantes formas que tiene el amor.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Mi última cita (3)

por El Libanés



(viene de acá)



3 – El humor de la moral

La apuesta estaba hecha. Tocaba Aristimuño en Niceto el viernes siguiente… ahora que lo pienso creo que el recital era en quince días, sí, era en quince días, porque antes hubo tiempo para que se presentara El Capo Cómico que habita en mí, el tipo chispeante y decidido, capaz de encender una hornalla con el gas apagado. “Visto, estimada Selene, que toca nuestro querido Lisandro y usted supongo irá y yo desde luego iré, no puedo menos que decir: vamos juntos”. A lo que ella respondió que sí, que le parecía una buena forma de conocernos pero que, sin embargo, la incomodaba un poco algo que no tenía que ver conmigo sino con la situación en general, o con otra cosa, “pero no te lo tomes personal, porque no es con vos, sólo que todo es un poco raro y ya… si querés, cuando vayamos con mi amiga a sacar las entradas, sacamos una más para vos… ¿necesitas más?” ¿Con la amiga? Sí, Selene, estaba pensando en invitar a mi grupo de amigos de la secundaria y a Jesús, un compañerito de la primaria, que con ese nombre y todo era el Diablo metido en el cuerpo de un niño.

Lo que otros verían como algo triste, pesado, imposible de remontar, algunos lo vemos como una posibilidad de hacer humor, y entonces ahí hace su entrada el Capo Cómico, con sus patines de rueditas trabadas, impulsado por las manos de la necesidad y tirado por la soga de la calentura. El tipo se olvida de la amiga estampilla, de las incomodidades, de todas las barreras; se sienta en su cómodo sillón de palabras y escribe el siguiente mail: “Acepto que compres mi entrada anticipada, y te lo agradezco, sólo si no implica un esfuerzo o una responsabilidad para vos. Prometo devolverte el dinero, obvio. Sólo pido la firma tuya y de tu amiga bajo este breve tratado de paz:

1. Ambas nos comprometemos a no juzgarlo por el primer comentario idiota que haga.

2. Ambas nos comprometemos a no hablar en secreto mientras él esté presente.

3. Ambas nos comprometemos a no arrojar ropa interior al escenario mientras él esté presente.

.................. .....................

Ese mismo jueves, en la visita correspondiente a mi analista, le dije: Luisa, seamos sinceros: decime quién es Selene en verdad y qué tiene que ver con vos, cómo se conocen, hasta dónde puedo “salir” con ella sin pensar que es una maquinaria tuya para curar ciertos problemas míos, una especie de reality, con cámaras y todo, en el que se analiza mi comportamiento (“errático”, “errante”, “cobarde”, “onanista”) frente a la mujer, la mujer que es una amiga o una puta, la mujer que es mi madre una amiga una puta, la mujer para casarme o para coger, el espejito de la moral familiar; mi bisabuelo que vino de El Líbano y montó en San Eduardo, un pequeño pueblito de Santa Fe, una tienda de ramos generales, donde golpeaba el fondo de las cacerolas contra el mostrador de madera y decía “irrompible, dura más de cien años”. Como la moral. Cien años de moral. Pero cuando mis padres se casaron -mi mamá siempre lo cuenta con una sonrisa inocultable- la primera vez que puso una de esas cacerolas sobre el fuego se desfondó en un segundo. Y el resto, un juego completo muy primoroso que el bisabuelo les había regalado con la confianza puesta en él y en todos sus antecesores, no duró más de unos meses. Creo que queda una solita, un jarrito, creo, en la casa de mi madre. Y eso dice mi analista, “dejate de joder con la moral”. Cacerola rota. Y de Selene dice muy poco: “ella me hace unas traducciones, nada más, no sé mucho más de ella, pero es una chica encantadora, los contacté por un asunto laboral”.


(continuará)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Noa

por Marina K

Pocos días después de separarnos me puse en campaña para conseguir un gato. Unos días de mirar carteles en veterinarias, mandar mail a los amigos y que llegaran otros mails en respuesta a mi pedido, hasta que en Semana Santa -porque había que aprovechar el conjunto de días libres para recibir al cachorro- llegó Noa, una gata de un mes y medio, negra de ojos verdes, que me esperaría todos los días ansiosa por refregar su lomo en mi pierna, que dormiría conmigo, que me necesitaría tanto como yo a ella: por cuidarla ya no podría pasar el día mirando la pared, el techo, la pared, alguna película sin prestar atención, otra vez la pared, el techo cuando me despertaba, la pared, la televisión.

Las separaciones, a veces, son desprolijas. Días más tarde, quise, quisimos, él quiso, cómo no, conocer a la gata. Entonces vino a casa, la agarró, la levantó como si fuera un bebé, la acarició, jugaron, cogimos, miramos una película y se quedó a dormir. Cuando él se fue, frente al espejo, con Noa en brazos, dije “prohibido encariñarse”.

Pero pronto, los encuentros extraordinarios se convirtieron en rutina, del dvd pasamos -volvimos- al cine, de la improvisación en casa –“se hizo tarde, ¿comemos?, ¿qué comemos?, tengo huevos y queso, hago unos omelettes”- a otra vez preparar la cena con la premeditación que implica hacer compras en el supermercado y calcular el tiempo exacto entre que salgo del trabajo, voy a la facultad, vuelvo, cocino, me arreglo y te espero, y si no alcanzo a hacer todo, hago las compras un día antes, o saco algo del freezer, dejo todo precocinado y le doy un golpe de horno entre que llego, me baño y él toca el timbre unos quince o veinte minutos después.

Unas semanas más tarde, la gata nos esperaba a los dos por igual. Mientras no nos atrevíamos a asumir que habíamos vuelto, yo, muy casual, le daba las llaves por segunda vez -es que vivo en un piso muy alto, me embola bajar- y él miraba a Noa, me miraba a mí y decía “ya la quiero”, o “ay Noa, te extrañé”, y yo la quería matar, porque conmigo se portaba pésimo, rompía todo, me resguñaba y con él era una gata delicada, mimosa y agradecida.

Las separaciones son desprolijas, aún cuando son definitivas. El temor y lo difícil de pasar sola un domingo -¿sola sola o sola sin él?, preguntan los devotos de hacer diagnósticos- provocan las reincidencias que igual desembocan en un nuevo, y un nuevo, y un nuevo final.

Esta vez, días después de la última separación, y como ya tenía un gato -Noa, querida Noa que destroza todo y no distingue lo comestible de lo mundano, fanática del jabón y ahora también de los cables-, como ya vivíamos juntas, dormíamos juntas, nos adorábamos y odiábamos con igual intensidad de acuerdo al estado de ánimo de cada una cada día, como todo ya estaba resuelto pero ahora no era yo sola de duelo sino las dos, decidí que no se trataba de nuevas mascotas sino, más simple, se trataba de estar con otro, con otros, de hacerme amigos nuevos, un amante, un novio no, pese a que mis amigas las de los diagnósticos nunca me creen que novio no, porque es verdad, casi nunca novio no, pero esta vez sí, un amigo, un amante, comprar preservativos otra vez, y que también se pueda desayunar o salir a comer, que me caiga bien y podamos conversar, eso es importante, pero un novio no, mejor un amigo.

La mala conducta de Noa ya es conocida por todos, y cada vez que hablo con mi familia preguntan, antes de cómo estoy, qué es lo último que ha roto, o cuál fue su último intento de suicidio, si intentar tirarse por la ventana, comer un cable, intoxicarse con trenet o atascar su cabeza en una pequeña sopapa de baño.

Cuando llevé a un amigo nuevo a casa, Noa no dedicó reverencias ni ataques. Él tampoco. Respeto distante me pareció bien. Sin embargo, cuando intentamos dormir fue imposible. Un día y otro día. Qué vergüenza recibir a alguien así, con un gato que salta sin parar de un lado a otro de la cama. “¿Por qué no la sacás?” Cómo explicarle que Noa ya había aprendido a saltar para hacer girar el picaporte de la puerta, que sus gritos desde afuera de la habitación son tan parecidos a los de un bebé, que si la encierro en la cocina es capaz de cagar y mear ahí sólo para molestarme. “No puedo, sabe abrir la puerta”, dije, y me supe exclava del felino. Un papelón, una gata insoportable es un verdadero papelón. El nuevo amigo dice que no me preocupe y finalmente se duerme. Yo no, pendiente del sueño del otro y de cuestiones como ¿habrá olor a gato y no me doy cuenta?, ¿le tendrá alergia a los pelos?, seguro que no quiere volver nunca más, que esta casa parece un desastre, pensaba yo mientras agarraba a la gata y la recostaba bajo mi brazo para que dejara de moverse, y también pensaba en mi ex y lo odiaba, lo odiaba por extrañarlo tanto, por las noches en paz en que Noa, feliz, nos dejaba dormir tranquilos, felices, después de mirar una película que ella también miraba recostada a nuestros pies, y porque seguro que ahora iba quedarme soltera para siempre, por su culpa y la de Noa, que ahora no sólo era una gata sino una evidencia más de que juntos ya no.

Por eso, segura del complot entre ambos, decidí comprar un canasto y la medida suficiente de cinta bebé como para hacer un moño al cuello de Noa, no para ahorcarla, no, sino para convertirla en regalo: hermosa gatita que voy a dejar en la casa de mi ex –todavía tengo sus llaves- para entonces sí, por fin, dormir tranquila con quien quiera, después de una separación que, como tantas otras, fue un poco desprolija.


martes, 4 de septiembre de 2007

Romero y Julieta (y 4)

por Elemental


(viene de acá)



Una semana después sonaba el teléfono de casa. Cuando atendí pensé que podía ser mi hermano, que era el único que me llamaba, o la vieja puta esa. Pero no. Una voz de pendejita me preguntó si yo era Romero, y cuando le dije que sí, ella, enseguida, como si siempre hubiese sabido que yo era Romero, como si hubiese esperado ese momento, me dijo que me llamaba de la Asociación de Defensa del Animal. Ahí directamente dejé de sacarla a pasear. Le puse una frazadita vieja en el balcón, le enseñé que tenía que hacer sus cosas ahí, la limpiaba a la noche y a la mañana se la ponía de nuevo. Pero no te creas que ella salía mucho, al balcón. No. Porque cada vez que levantaba la persiana y ella salía, yo veía que la vieja conchuda nos miraba desde el departamento de enfrente, y cada vez que volvíamos a entrar yo bajaba la persiana y, cada vez, a la media hora, sonaba el teléfono. Yo ni atendía. La cosa se complicó. Un día llegué al trabajo y me dijeron que mi jefe me esperaba en su oficina. Fui, más vale, y apenas me senté, el tipo –uno de esos pelados a los que les brilla la cabeza pero es el único brillo que tienen, en la cabeza, porque de ideas nada-, el tipo, te decía, que no me veía nunca porque yo cuando llegaba iba directo a mi estación, a mi ventanilla, y él trabajaba en la estación terminal, el pelado, te decía, me dice Romero, así, con este tono que te lo digo ahora, medio grave, como si tuviese que decirme algo importante, algo que no iba a gustarme. Romero, me dijo, ¿cómo va lo suyo? Y yo le respondí bien, señor, así, con el tono bajito, para irme lo antes posible de ahí. Y el tipo entonces me dijo que no me preguntaba por el trabajo, sino por la soledad, por cómo estaba yo después del fallecimiento de Julieta, mi mujer –sí, dijo fallecimiento, hasta en eso era poco creativo-. Y bueno, yo le dije que estaba bien, y él me dijo que lo habían llamado de la Asociación de Defensa del Animal y antes de tomar una decisión quería escuchar mi versión de los hechos. Mi versión de los hechos. Eso, me dijo. Yo le pregunté a qué decisión se refería, y él me dijo licencia. Y, ahí nomás, me dijo que me daba un mes de vacaciones, hasta que se me aclarasen un poco las ideas, los sentimientos, no sé. Cuando volví a casa, Julieta fue corriendo a recibirme, como siempre. Me puse en cuclillas, la abracé y ella me abrazó a mí. Empezó a darme lametazos en la cara, y yo le dije al oído por qué todo es tan difícil… Cuando vinieron, no les abrí la puerta. Yo escuchaba a la vieja puta, a los tipos que se identificaban como de la Asociación de Defensa del Animal, pero no les abrí. Me apoyé contra la puerta, con Julieta en mis brazos, y les grité que no entendían nada, que ella me quería. Y, te lo juro por lo que más quieras, ella ladró como para darme la razón. Igual, no sirvió de mucho, porque a la semana siguiente los que estaban del otro lado de la puerta eran la vieja conchuda, el de la asociación y un cana. Cuando empezaron con patadas me fui hasta el sillón, abracé a Julieta y le dije que yo la quería, que no iba a permitir que nos separasen. Cuando rompieron la cerradura el estruendo fue como, no sé, como si se viniera el mundo abajo. Y se la llevaron. No pude hacer nada. Y el mundo se me vino abajo. Después, la secretaria me dijo que no podía. Yo, calmado, le recordé que se lo estaba pidiendo bien. Y ella, que creo que era una buena mina, un poco pendeja, vos viste cómo son los pendejos hoy, que tienen pánico de perder el laburo, me dijo que había recibido órdenes precisas de no decirme la dirección de quienes habían adoptado a Julieta. Pero se lo estoy pidiendo bien, le repetí. No sé qué entiende usted por pedirlo bien, señor Romero, me dijo ella, nerviosa. Y después, a la hora, la hora y media, la policía me desencadenó de la puerta… Yo no sabía qué hacer, ¿entendés? Estaba desesperado. Con decirte que un día me mandé para el cementerio, me senté frente a la lápida de mi mujer y me puse a llorar como un nene. Pero así como te lo digo: como un nene. Y después, cuando me calmé, miré hacia el cielo, como si pudiese ver a Tata Dios, y acaricié la lápida y dije no, vos acá no estás. Ya no me importaba nada, porque ya sabía todo. No me importó que me metiesen en cana como cuatro veces, por intentar meterme en el edificio de la Asociación de Defensa del Animal para buscar los datos de dónde estaba mi Julieta. El juez ya ni quería verme. Usted me pone en un brete, me decía. Julieta es mía, le decía yo. ¿Hasta dónde piensa llegar?, preguntaba él. Hasta donde los sentimientos lo determinen, le decía yo. Y así como cinco, seis, siete veces, hasta que un día el juez, cansado, me planteó la alternativa. Usted me pone en un brete, me dijo. Mire, la verdad que a mí no me importa lo que usted haga con el animal, dijo. Julieta, lo corregí. Bueno, dijo, no me importa lo que usted haga con Julieta, pero tampoco quiero que los de la Asociación me vengan a romper las bolas, ¿entiende? Yo lo entendía, claro. Y ahí me dijo: supóngase, y esto es sólo una suposición, supóngase que le restituyo a Julieta, ¿usted podría mantener las persianas bajas, para que su vecina no lo vea? Tenías que verle la cara a Julieta, cuando abrieron la puerta del patrullero y me vio ahí, esperándola. Pegó un salto desde el asiento hasta mi pecho. Me llenó la cara de lametones. Vamos a ser felices, Julieta, te lo prometo, le dije. Y las cosas se encaminaron, me reincorporaron al trabajo, volví a vender boletos para los pasajeros del subte. Al poco tiempo empecé a sacarla a pasear, y en la plaza le soltaba la correa y ella corría y cada tanto giraba la cabeza para verme, para asegurarse de que yo estaba ahí, y si yo estaba sentado en un banco se me acercaba para sentarse a mi lado. Mientras los otros perros corrían y jugaban entre ellos, Julieta se sentaba al lado mío ¿entendés? Hasta que un día, no me preguntes por qué, no me preguntes cómo, siguió corriendo. Siguió corriendo, y no giró la cabeza. Yo me avivé de que algo estaba mal, que ella enfilaba para la calle, le grité Julieta una y mil veces, pero ella nada, seguía como loca. Cruzó la calle, un colectivo casi la atropella. Casi me muero de un paro cardíaco ahí mismo, te lo juro. Y no te explico cómo me puse cuando me di cuenta de que Julieta se me había ido. La que se sorprendió, al verme, fue la secretaria de la Asociación de Defensa al Animal. Me debe haber visto el rostro desencajado, porque enseguida me aclaró que ellos no tenían a Julieta, y yo le dije que ya lo sabía, pero que sospechaba algo, que necesitaba la dirección a donde la habían mandado en adopción. La chica no me lo quería decir, hasta que me puse a llorar y le pregunté por qué todos se empecinaban en prohibirme el amor, y ahí aflojó. La dirección era en Lomas de Zamora. Imaginate, yo en Liniers y la dirección en Lomas de Zamora. Pero ya te dije: Julieta era inteligentísima, y mi esperanza era que se hubiera mandado para allá, que hubiese sido tan piola como para que no la agarrase ningún coche en el camino. Y fui. Desde el jardín, parecía una quinta como todas las demás. Salté la valla, y te juro que no me importó que la ropa se me rasgara, que me raspase los tobillos y empezaran a sangrar, que mi zapatilla izquierda quedase del otro lado. Nada, me importaba. Caminé así, descalzo de un zapato, y me metí en la quinta. No tuve que dar muchos pasos, porque enseguida escuché los ladridos. En segundos, estaba rodeado. Según la piba de la Asociación, el tipo adoptaba ahí para después usarlos de seguridad en la quinta mientras él no estaba. Y los que había adoptado eran un bull terrier, un rottwailler, un ovejero, un labrador chocolate y Julieta. Mi Julieta. Ella enseguida miró a sus nuevos amigos y con un ladrido corto les dijo que no me hicieran nada. Te lo juro, te lo repito: era inteligentísima. Y todos le hicieron caso: se quedaron ahí, parados, rodeándome, mientras yo me agachaba para abrazar a Julieta. Y ella nada. Me miró, y después miró al labrador chocolate, que la miraba. Traté de acariciarla, pero ella me mostró los dientes. Los dientes, a mí, ¿entendés? Y ahí me avivé de que estaba más grandota. Más gorda, aunque gorda no es la palabra. Más gruesa, estaba. No necesité mirar mucho para entender. Me puse de pie, me sequé las lágrimas con la muñeca, y se lo dije. Perra. Eso, le dije. Perra.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Ya salió


Juan Terranova, Prólogo y compilación
Federico Levin, Abasto / La calle de los maniquíes
Lucas Funes Oliveira, Almagro / Escondite perfecto
Washington Cucurto, Barrio Parque / El barrio de las siervas
Marina Mariasch, Belgrano / Justo antes de la matanza de los pretendientes
Oliverio Coelho, Boedo / Diario de Boedo
Violeta Gorodischer, Caballito / Todo es relativo
Leonardo Longhi, Chacarita / Vamos, funebrero (un prólogo)
Ignacio Molina, Colegiales / Las palomas
Cecilia Pavón, Congreso / Congreso, 1994
Alejandro Parisi, Flores / Besos por Flores
Leonardo Oyola, Bajo Flores / Animetal
Iosi Havilio, La Boca / Quinquela
Sebastián Martínez Daniell, Núñez / Claves para turistas con impedimentos ópticos
Natalia Moret, Once / Eleven
Nicolás Mavrakis, Palermo / Palermorama en seis vuelos rasantes
Romina Paula, Parque Centenario / Autonomía
Mariano Pensotti, Parque Patricios / Autocine
Félix Bruzzone, Puerto Madero / Fumar abajo del agua
Joaquín Linne, Recoleta / Ideal II
Diego Grillo Trubba, Retiro / Todo lo que se puede hacer por Sandra
Ricardo Romero, San Telmo / Habitación 22
Sonia Budassi, Villa Crespo / Capacidad de adaptación
Hernán Vanoli, Villa del Parque / En la santería
Juan Incardona, Villa Lugano - Villa Riachuelo / Walter y el perro Dos Narices
Maximiliano Tomas, Villa Urquiza / La traición de Calubio

Ya se consigue en La boutique del libro y Prometeo

Pregunta


Suponete que acaba de terminar la primera cita

No hubo beso


¿Debe considerarse una noche perdida?

¿Debería haber segunda cita?

¿Hasta qué cita es pertinente esperar el primer beo?



sábado, 1 de septiembre de 2007

Ciro y el cuello de mi chica punk

Por Felix

Antes de conocer a Carola y de obsesionarme con vida y obra de Ciro Pertusi conozco a una chica punk en la panchería donde paro siempre a almorzar. Nos vemos dos veces: ella come dos hamburguesas con huevo frito y yo dos superpanchos, y no nos hablamos. Y a la tercera vez nos miramos fijo y terminamos cogiendo de parados en el baño del lugar. Ella tiene un piercing en la concha y acaba rápido. Yo tardo un poco más, y en los últimos instantes no sé si ella, después de acabar, simula la prolongación de su orgasmo o no. Igual, su jadeo entrecortado me excita muchísimo. Salimos de ahí y vamos a otros baños públicos. Entre baño y baño nos pajeamos bastante y ella en un momento me la chupa atrás de un panel de madera, parte del frente de obra de una torre en construcción. Un obrero grita qué grande, papá, y otro nos revolea un cascote que casi nos pega pero no nos desconcentra. Ella después empieza a cantar “Sola en la cancha” y con la boca imita a todos los instrumentos. Un temazo, dice cuando termina, y entonces me cuenta de la vez que conoció a Ciro. Yo vivía en Mercedes, iba en la bici y Ataque ese día iba a tocar en la Sociedad de Fomento. Yo no los conocía. Y cuando paso por el Hotel San Martín, paraban ahí, había un montón de gente en la puerta y salían ellos de adentro. Yo paré a mirar y me acerqué. Para mí Ciro era un pelado botón que lo único que le interesaba era firmarle autógrafos a las boluditas para después garcharselás, un hijo de puta, y cuando vi eso lo escupí. El gallo le cayó en la pelada y se dio cuenta de que había sido yo y se me quedó mirando, los ojos me mataban, tenían algo incontrolable, un volcán, y entonces juntó saliva, yo lo vi todo como en cámara lenta, y me zampó un terrible gargajo acá, ¿ves?, y mi chica punk me muestra el cuello y ese collar de cuero y tachas que lleva ahora pero que seguro que en su adolescencia mercedina no llevaba, le beso el cuello, el collar, y salimos corriendo a buscar otro baño.