Por el Libanés
La dueña del restaurante nos atendió como siempre, en su vestido rojo con ideogramas amarillos: metro cincuenta de adorable simpatía. Ocupamos una mesa junto a la pared, y Selene dijo: “soy un poco aburrida, no tomo alcohol, aunque si querés puedo compartir una cerveza, si tenés ganas…”. Estaba sentaba frente a mí pero sin mirarme, sin apoyar la espalda en la silla, su cuerpo hacia la puerta de entrada; las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Bien de perfil. Y así empezamos a hablar. De su familia. De la mía. De sus estudios. De los míos (abandonados). Del libro de los chanchitos que habíamos visto en la librería del Village, que quise regalarle pero ella no aceptó con la excusa de que ya habría tiempo para regalos. “Hice un trabajo muy serio con mi analista para encontrar en mí los rasgos onanistas que todos tenemos”. Cuando llegó la cerveza (Quilmes tres cuartos) y un té frío para mí (servido en porrón, muy dulce, como a mí me gusta), no pude contenerme y planteé mi hipótesis.
“Mirá, Selene, yo creo que vos sos un invento de mi analista, no sos real, sos un conjunto de cámaras y micrófonos, una actriz al servicio de mi analista, o más aún: un robot que mi analista encargó diseñar a los rusos para verificar mi comportamiento con las mujeres. Y no te culpo, pero necesitaba decírtelo”. Ella sonrió, tres cuartos de perfil, y pude ver el brillo de su ojo derecho: “no, no soy un invento de nadie -dijo tentada- soy real, existo, tengo 24 años, estudio cine y estoy buscando trabajo”. Por primera vez me miraba a los ojos. La risa sincera embellece a cualquier mujer, y da seguridad al hombre que ha provocado la risa. Era como si el robot, o lo que fuera que ella fuese, supiera que había que generar confianza para que yo me olvidase del artificio. La comida llegó rápido: pasta de nabo para los dos, arroz con verduras para ella y un pollo al vapor para mí. Bien, como de costumbre, pero la estrella de ese lugar es el pollo frito. De repente sonó mi celular: “disculpame, Selene”, dije y atendí. Del otro lado, una mujer que había conocido en una fiesta hacía más de ocho meses, y perseguido sistemáticamente desde entonces sin ningún tipo de resultado, me llamaba con voz seductora: “hola Libanés ¿podés hablar?”.
“Ahora no (Selene ya casi me daba la espalda), lo siento, podemos hablar mañana, si querés”. Cuando corté, Selene me preguntó si era alguien importante y dije que no, “nada importante”. Mi celular volvió a sonar dos veces, anunciando mensajes de texto, que aproveché para leer cuando Selene fue al baño: 1. “disculpame si te importuné”. 2. “Sos más simpático por mail”.
Hubo un instante, los interminables minutos que una mujer demora en el baño, en que quise ser el personaje de mi cuento. Ponerme los calzoncillos, dejar el dinero arriba de la mesa y salir a la calle en busca de aquella mujer. No de la mujer real, sino de la que estaba en mí, hermosa, delgada, atrevida, resplandeciente. Ir a mi departamento y pensar en ella toda la noche hasta retener para siempre su imagen. No hablar nunca más con aquella mujer ni con ninguna otra. Borrar su teléfono y el teléfono de Selene. Encontrar el interruptor para apagarme. La angustia que sigue a la masturbación. El papel hecho un bollo sobre la mesa de luz. Mi cara horrible frente al espejo. Las ojeras. La distancia y el tiempo multiplican mi fealdad. Soy horrible. Y Selene es fea. Bien fea. Selene no es aquella otra mujer. ¿Por qué justo tuvo que llamarme ahora? Si no hubiese llamado…
Al parecer, en el baño, Selene se había quitado el saquito. Buenas tetas… Las tetas de mi madre, de mi abuela. Mi madre y mi abuela en una producción para Playboy, en una playa de Florianópolis. Cuando ocupó otra vez su silla, pude ver sus rollos por debajo de la remera. Lo Horrible había hecho su entrada al restaurante, de mano de la Culpa, y la Culpa pedía el pollo frito al limón, y lo disfrutaba frente a mí, en otra mesa, junto a lo Horrible convertido en la Belleza, gracias a una buena dosis de vino y dos porciones de arrolladitos de carne. En nuestra mesa, la botella de Quilmes tres cuartos sin terminar. Selene parecía incómoda y yo no dejaba de hablar. Hablé mucho. De mí, de mis amigos, de los amigos que perdí, de los que fueron quedándose en el camino, del que murió de sobredosis en una granja de rehabilitación, de mis anteriores parejas, de la que me dejó por otro hombre que la había deslumbrado, de la que me dejó porque yo era incapaz de garantizarle seguridad emocional y económica, de la amiga que siempre quise y nunca se fijó en mí, de mi compulsión al enamoramiento, de mi pasado callejero y mi futuro como gran escritor del pueblo, poeta de las masas, arte hecho realidad. Ella, fiel espejo de mí, respondió a todo con historias tan o más desencajadas que las mías. La pornografía de las palabras le echaba paladas de tierra a cualquier otro tipo de pornografía, y debajo, con su manita triste y azul, moría de horror la sensualidad. De repente, cuando la idea del robot había dado paso a las marionetas parlanchines, Selene dijo lo siguiente: “tu analista es la mejor amiga de mis papás”. Silencio. Un silencio oscuro. Pedí la cuenta.
En la calle, le pregunté si quería ir a algún bar y ella dijo “estoy cansada, pero si vos querés…”. Y después: “mirá, quiero ser sincera con vos, podemos hablar toda la noche, se ve que tenemos cosas en común, pero no va a pasar nada más; si querés ir a un bar, vamos, yo no tengo historia”. Mientras caminábamos por Callao, en dirección a Santa Fe, yo cada vez más escondido bajo mi gorrito marrón, ella dijo: “no quise decírtelo antes, pero en la mesa de al lado a la nuestra estaba mi ex novio, estuvo toda la noche ahí”.