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Autores y temas en danza

miércoles, 22 de agosto de 2007

Romero y Julieta (1)

por Elemental

Cinco horas. Cinco horas, ¿entendés? Cinco horas enteritas, tuvieron que estar maquillando a mi Julieta, para que estuviese presentable. Yo mucho no me había dado cuenta, si tengo que serte sincero. Estaba hecho un zombie. Me acuerdo cuando me llevaron a la sala en la que la habían destinado, y vi el resultado de las cinco horas de laburo del pobre tipo que la había tenido que maquillar. Qué laburo de mierda, ese, loco. Yo no podría. Hay que ser distinto, hay que ser… Bueno, éste era muy bueno, en lo suyo, porque la Julieta –Julieta Campolongo de Romero, decía el cartelito en la puerta de la sala, y ahí, ya nomás leerlo, se me partió el alma-, la Julieta, te decía, estaba impecable. Y mirá que cuando saltó las patas del caballo se habían metido por el parabrisas. Después me explicaron que los caballos, cuando los atropellan, siempre saltan y que eso es lo peor: las patas rompen el parabrisas y los cascos le dan a uno de los que está sentado en el coche, adelante. Porque ahí tenés otra rareza: por lo general, las patas de los caballos le dan sólo a uno, al conductor o al acompañante, nunca a los dos porque los bichos cuando saltan juntan las piernas. Y bueno, le había tocado a Julieta. Los cascos le dieron en el pecho, según el médico se murió ahí nomás, aunque andá a saber, a veces te dicen esas cosas para levantarte el ánimo. Porque yo te juro, mierda, estaba hecho. Pero mierda, eh. Encima, apenas si tenía un rasguño en la cara, una esquirla del parabrisas. Nada. Una curita, me pusieron. Y ahí estaba, parado al lado del cajón donde estaba Julieta, y se me acerca el de la funeraria y me pregunta si quiero un café. ¿Por qué preguntan esas cosas? ¿Quién carajo va a querer un café si su mujer está muerta, ahí, delante suyo? ¿Qué, porque habían hecho un gran trabajo y la habían dejado diez puntos yo tenía que tomar café? Ni le respondí. Qué le iba a responder, si estaba… Y así estuve no sé cuánto. Meses, supongo. Salía de casa sólo para ir al supermercado, o al kiosco cuando necesitaba puchos, o al video a sacar alguna película… Al laburo iba, claro, era el único lugar donde podía despejarme un poco. Pero un poco, nomás. Y cuando terminaba mi turno, cuando mi reemplazo se sentaba en la ventanilla y los pasajeros le compraban el boleto a él, yo me volvía a casa. Ponele que pasaba por el supermercado, pero nada. De vida social, nada. Por lo menos hasta que mi hermano me preguntó si era linda. ¿Te gusta?, me preguntó. Eso, me preguntó. Si me gustaba. Yo no le dije nada, no estaba todavía como para responderle algo así, y entonces mi hermano me contó que los perros labradores son muy inteligentes, que son compañeros. Hasta los usan para cuidar chicos, me dijo. Ahí nomás le aclaré que yo era un viudo, no un chico, pero él se hizo el boludo, como siempre se hace el boludo cuando tiene que conseguir algo, y me insistió en que me quedara con la labradora. Era chiquita, tenías que verla, y caminaba por arriba de la alfombra así: tic, tic, tic. Daba saltitos, parecía que las puntitas de la alfombra le hacían cosquillas, y ella: tic, tic, tic. Olisqueaba todo lo que tenía cerca, hasta mis zapatos. ¿Podés creer que cuando me olisqueó los zapatos se me sentó adelante y me miró a los ojos, como si supiera que tenía que convencerme? Mi hermano se dio cuenta, y me preguntó cómo iba a llamarla. Yo ni lo pensé. Julieta, dije. Y ahí nomás tuve que aprender a cuidarla. Porque con los bichos tenés que tener un montón de cuidados. De chiquititos son como los bebés. Divinos, son. Me acuerdo la primera vez que le serví el alimento balanceado, se lo había mezclado con leche y lo puse en el tazón que había comprado para ella. Julieta, decía el tazón. Y, a cada lado del nombre, un huesito. Me encantó, cuando lo vi, me dije que era para mi Julieta, y se lo estrené con el alimento balanceado que le mezclé, que era la primera vez que se lo servía. Y ella se acercó despacito –por las baldosas de la cocina caminaba mucho mejor que por la alfombra del comedor-, olisqueó con miedo y después metió el primer lametazo. Empezó a mover la cola, y se lo mandó todo. No te miento si te digo que fue la primera vez en que sonreí desde que había muerto mi mujer...

(continuará)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Ayyyy qué tierno, me encantó. Pobre hombre, qué desolación. Y los labradores son lo mas!!

Beso,

Guille.

Anónimo dijo...

¡Muy bien narrado! Muy bueno el ritmo de la voz de Romero.
Esta lindo esperar, para que siga un relato así.

Anónimo dijo...

que lindo escribis

Julia Elena dijo...

Estoy llorando en el cyber Elemental..

No sé si es que hoy ando demasiado sensible o si soy exagerda..

Pero me encantó..

Esa angustia la conozco..