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Autores y temas en danza

martes, 4 de septiembre de 2007

Romero y Julieta (y 4)

por Elemental


(viene de acá)



Una semana después sonaba el teléfono de casa. Cuando atendí pensé que podía ser mi hermano, que era el único que me llamaba, o la vieja puta esa. Pero no. Una voz de pendejita me preguntó si yo era Romero, y cuando le dije que sí, ella, enseguida, como si siempre hubiese sabido que yo era Romero, como si hubiese esperado ese momento, me dijo que me llamaba de la Asociación de Defensa del Animal. Ahí directamente dejé de sacarla a pasear. Le puse una frazadita vieja en el balcón, le enseñé que tenía que hacer sus cosas ahí, la limpiaba a la noche y a la mañana se la ponía de nuevo. Pero no te creas que ella salía mucho, al balcón. No. Porque cada vez que levantaba la persiana y ella salía, yo veía que la vieja conchuda nos miraba desde el departamento de enfrente, y cada vez que volvíamos a entrar yo bajaba la persiana y, cada vez, a la media hora, sonaba el teléfono. Yo ni atendía. La cosa se complicó. Un día llegué al trabajo y me dijeron que mi jefe me esperaba en su oficina. Fui, más vale, y apenas me senté, el tipo –uno de esos pelados a los que les brilla la cabeza pero es el único brillo que tienen, en la cabeza, porque de ideas nada-, el tipo, te decía, que no me veía nunca porque yo cuando llegaba iba directo a mi estación, a mi ventanilla, y él trabajaba en la estación terminal, el pelado, te decía, me dice Romero, así, con este tono que te lo digo ahora, medio grave, como si tuviese que decirme algo importante, algo que no iba a gustarme. Romero, me dijo, ¿cómo va lo suyo? Y yo le respondí bien, señor, así, con el tono bajito, para irme lo antes posible de ahí. Y el tipo entonces me dijo que no me preguntaba por el trabajo, sino por la soledad, por cómo estaba yo después del fallecimiento de Julieta, mi mujer –sí, dijo fallecimiento, hasta en eso era poco creativo-. Y bueno, yo le dije que estaba bien, y él me dijo que lo habían llamado de la Asociación de Defensa del Animal y antes de tomar una decisión quería escuchar mi versión de los hechos. Mi versión de los hechos. Eso, me dijo. Yo le pregunté a qué decisión se refería, y él me dijo licencia. Y, ahí nomás, me dijo que me daba un mes de vacaciones, hasta que se me aclarasen un poco las ideas, los sentimientos, no sé. Cuando volví a casa, Julieta fue corriendo a recibirme, como siempre. Me puse en cuclillas, la abracé y ella me abrazó a mí. Empezó a darme lametazos en la cara, y yo le dije al oído por qué todo es tan difícil… Cuando vinieron, no les abrí la puerta. Yo escuchaba a la vieja puta, a los tipos que se identificaban como de la Asociación de Defensa del Animal, pero no les abrí. Me apoyé contra la puerta, con Julieta en mis brazos, y les grité que no entendían nada, que ella me quería. Y, te lo juro por lo que más quieras, ella ladró como para darme la razón. Igual, no sirvió de mucho, porque a la semana siguiente los que estaban del otro lado de la puerta eran la vieja conchuda, el de la asociación y un cana. Cuando empezaron con patadas me fui hasta el sillón, abracé a Julieta y le dije que yo la quería, que no iba a permitir que nos separasen. Cuando rompieron la cerradura el estruendo fue como, no sé, como si se viniera el mundo abajo. Y se la llevaron. No pude hacer nada. Y el mundo se me vino abajo. Después, la secretaria me dijo que no podía. Yo, calmado, le recordé que se lo estaba pidiendo bien. Y ella, que creo que era una buena mina, un poco pendeja, vos viste cómo son los pendejos hoy, que tienen pánico de perder el laburo, me dijo que había recibido órdenes precisas de no decirme la dirección de quienes habían adoptado a Julieta. Pero se lo estoy pidiendo bien, le repetí. No sé qué entiende usted por pedirlo bien, señor Romero, me dijo ella, nerviosa. Y después, a la hora, la hora y media, la policía me desencadenó de la puerta… Yo no sabía qué hacer, ¿entendés? Estaba desesperado. Con decirte que un día me mandé para el cementerio, me senté frente a la lápida de mi mujer y me puse a llorar como un nene. Pero así como te lo digo: como un nene. Y después, cuando me calmé, miré hacia el cielo, como si pudiese ver a Tata Dios, y acaricié la lápida y dije no, vos acá no estás. Ya no me importaba nada, porque ya sabía todo. No me importó que me metiesen en cana como cuatro veces, por intentar meterme en el edificio de la Asociación de Defensa del Animal para buscar los datos de dónde estaba mi Julieta. El juez ya ni quería verme. Usted me pone en un brete, me decía. Julieta es mía, le decía yo. ¿Hasta dónde piensa llegar?, preguntaba él. Hasta donde los sentimientos lo determinen, le decía yo. Y así como cinco, seis, siete veces, hasta que un día el juez, cansado, me planteó la alternativa. Usted me pone en un brete, me dijo. Mire, la verdad que a mí no me importa lo que usted haga con el animal, dijo. Julieta, lo corregí. Bueno, dijo, no me importa lo que usted haga con Julieta, pero tampoco quiero que los de la Asociación me vengan a romper las bolas, ¿entiende? Yo lo entendía, claro. Y ahí me dijo: supóngase, y esto es sólo una suposición, supóngase que le restituyo a Julieta, ¿usted podría mantener las persianas bajas, para que su vecina no lo vea? Tenías que verle la cara a Julieta, cuando abrieron la puerta del patrullero y me vio ahí, esperándola. Pegó un salto desde el asiento hasta mi pecho. Me llenó la cara de lametones. Vamos a ser felices, Julieta, te lo prometo, le dije. Y las cosas se encaminaron, me reincorporaron al trabajo, volví a vender boletos para los pasajeros del subte. Al poco tiempo empecé a sacarla a pasear, y en la plaza le soltaba la correa y ella corría y cada tanto giraba la cabeza para verme, para asegurarse de que yo estaba ahí, y si yo estaba sentado en un banco se me acercaba para sentarse a mi lado. Mientras los otros perros corrían y jugaban entre ellos, Julieta se sentaba al lado mío ¿entendés? Hasta que un día, no me preguntes por qué, no me preguntes cómo, siguió corriendo. Siguió corriendo, y no giró la cabeza. Yo me avivé de que algo estaba mal, que ella enfilaba para la calle, le grité Julieta una y mil veces, pero ella nada, seguía como loca. Cruzó la calle, un colectivo casi la atropella. Casi me muero de un paro cardíaco ahí mismo, te lo juro. Y no te explico cómo me puse cuando me di cuenta de que Julieta se me había ido. La que se sorprendió, al verme, fue la secretaria de la Asociación de Defensa al Animal. Me debe haber visto el rostro desencajado, porque enseguida me aclaró que ellos no tenían a Julieta, y yo le dije que ya lo sabía, pero que sospechaba algo, que necesitaba la dirección a donde la habían mandado en adopción. La chica no me lo quería decir, hasta que me puse a llorar y le pregunté por qué todos se empecinaban en prohibirme el amor, y ahí aflojó. La dirección era en Lomas de Zamora. Imaginate, yo en Liniers y la dirección en Lomas de Zamora. Pero ya te dije: Julieta era inteligentísima, y mi esperanza era que se hubiera mandado para allá, que hubiese sido tan piola como para que no la agarrase ningún coche en el camino. Y fui. Desde el jardín, parecía una quinta como todas las demás. Salté la valla, y te juro que no me importó que la ropa se me rasgara, que me raspase los tobillos y empezaran a sangrar, que mi zapatilla izquierda quedase del otro lado. Nada, me importaba. Caminé así, descalzo de un zapato, y me metí en la quinta. No tuve que dar muchos pasos, porque enseguida escuché los ladridos. En segundos, estaba rodeado. Según la piba de la Asociación, el tipo adoptaba ahí para después usarlos de seguridad en la quinta mientras él no estaba. Y los que había adoptado eran un bull terrier, un rottwailler, un ovejero, un labrador chocolate y Julieta. Mi Julieta. Ella enseguida miró a sus nuevos amigos y con un ladrido corto les dijo que no me hicieran nada. Te lo juro, te lo repito: era inteligentísima. Y todos le hicieron caso: se quedaron ahí, parados, rodeándome, mientras yo me agachaba para abrazar a Julieta. Y ella nada. Me miró, y después miró al labrador chocolate, que la miraba. Traté de acariciarla, pero ella me mostró los dientes. Los dientes, a mí, ¿entendés? Y ahí me avivé de que estaba más grandota. Más gorda, aunque gorda no es la palabra. Más gruesa, estaba. No necesité mirar mucho para entender. Me puse de pie, me sequé las lágrimas con la muñeca, y se lo dije. Perra. Eso, le dije. Perra.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Por lejos, el mejor relato de la antología "Perras abandónicas"

Anónimo dijo...

Brillante Elemental.

Anónimo dijo...

Bello, bello, bello relato.
Un gusto leerte.

giselisima dijo...

AHHH, UN PLACER, me mato el final
excelente

Anónimo dijo...

Excelente! Desde la fluidez del relato hasta lo inesperado del final. En verdad un texto muy bien logrado al cual no le sobra ni falta nada.