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Autores y temas en danza

viernes, 14 de septiembre de 2007

La caída (nouvelle inédita, fragmentos, 3)

por Alejandro Parisi

(viene de acá)

En la entrada del casino de General Navarro hay una fila de personas esperando su turno frente a un cajero automático. Todos están vestidos con el mal gusto típico del que sólo tiene un traje e inexplicablemente se siente orgulloso de llevarlo: las rayas de los pantalones beige, grises, negros bien planchadas; las camisas almidonadas… Pero los zapatos embarrados no pueden ocultar la miseria del campo. Por un momento, Fabián siente un profundo cariño por aquellos seres desvalidos que se quitaron las bombachas y las remeras agujereadas para olvidarse por un rato del lugar que ocupan (y ocuparán) en el mundo que les rodea.

En la caja de venta de fichas lo recibe un gordo descomunal, que parece estar a punto de ahogarse por culpa del moño que le rodea un cuello tan ancho como los muslos de sus piernas. La frente cubierta de sudor, unos bigotes espesos y negros y unos ojos enrojecidos por el vino que debe haber bebido en el almuerzo. Feliz, Fabián compra fichas por el valor de dos mil pesos y le deja una propina generosa al pobre gordo, que le sonríe con los pocos dientes manchados de sarro que aún le quedan en la boca.

El interior del Casino de Saladillo parece el cruce exacto entre el Circo Rodas y un decorado de Las Vegas. Hasta el Casino de Mar del Plata es mejor que este de paredes color pastel y alfombras raídas por los pasos de generaciones enteras de ludópatas rurales.

Al entrar a la sala de las máquinas tragamonedas, ve pasar camareras de dudosa belleza que recorren la sala llevando bandejas con vasos, copas y botellas. En las máquinas hay mujeres de todos los tipos menos de los que valen la pena ser vistos. El sonido de la sala es ruidoso, metálico, agobiante.

Antes de dirigirse a la sala de juego, se acerca a una barra de bebidas.

¿Qué whisky tenés?, le pregunta al esquelético barman.

Blenders, Old Smuggler, Criadores, Iram Premium..., recita el barman pendiente de las camareras que cruzan el salón.

Decime los importados.

Johnny Walker y Chiva’s.

Servime un Johnny Walker black label doble, sin hielo.

Paga los treinta pesos que cuesta el trago y deja una propina de diez. El barman se lo agradece con unos ojos desorbitados, que parecen decir: “Soy su esclavo para lo que quiera”.

Con un vaso en la mano y los bolsillos saturados de fichas de dos pesos y los billetes que le quedan, Fabián se aleja en dirección a la sala de juegos. Tiene la sensación de estar deslizándose por las alfombras, y no es por ansiedad, sino por la seguridad de saberse en un ecosistema que le es mucho más natural que cualquier casa de campo: whisky importado, mujeres que lo observan y le sonríen, crupiers obsecuentes con chalecos morados que esperan su apuesta al borde de las mesas.

Al pasar junto a la mesa de la ruleta, repara en una morochita joven y petisa, algo pasada de kilos y bastante falta de ropas; tiene un par de piernas fuertes, envueltas por una minifalda negra inflada por un culo enorme, y un top escotado, partido en dos por la hendidura profunda que separa dos tetas desproporcionadas en relación al torso infantil que las sostienen. Fabián le guiña un ojo y recoge una sonrisa pícara que termina de levantarle el ánimo.

En el ambiente flota un murmullo parecido al de un shopping, pero en lugar de conversaciones sólo se oyen monólogos de jugadores reflexivos, que algunas veces gritan de alegría, otras se alientan a sí mismos o bien se lamentan por la mala suerte que les hace perder fichas y más fichas.

Aunque en la sala hay menos de quince mesas de juego, demora un rato en encontrar la de Holdem. Porque para él ese tipo de poker es el único juego que vale la pena: ahí es donde uno puede hacer valer todos sus instintos, enfrentándose a los demás jugadores y no a la banca. Y sin límite de apuestas. Para jugar al Holdem hay que tener una habilidad innata, la de saber leer el juego de la mesa y prestar más atención a las estrategias ajenas que a las cartas de uno. “Como en los negocios”, piensa Fabián.

Así que se acoda en la mesa, saluda a los demás jugadores y al crupier y bebe un trago de whisky mientras espera que se acabe la mano que está en juego. El jugador que está a su derecha, un tipo robusto y musculoso de unos sesenta años, con el cabello teñido de negro y unas patillas pasadas de moda, realiza la primera apuesta antes de ver sus cartas. Un gesto de vanidad que Fabián condena alzando las cejas. “Debe ser de esos tipos que no soportan que le doblen la apuesta más allá de sus posibilidades de juego”, piensa, “un impulsivo que puede llegar a perder un dineral en una sola noche”.

El que está a su izquierda, en cambio, no puede dejar de cambiar de sitio las cartas que tiene en la mano. Duda una eternidad antes de concretar cada jugada, y aunque en la sala la temperatura está templada por el aire acondicionado, tiene la frente cubierta de sudor. “Un inseguro”, piensa Fabián.

La tercera, una mujer maquillada como para participar en un concurso de payasos, tiene el cabello rizado y de color caoba cayéndole sobre los hombros salpicados por miles de pecas. Antes de apoyar sus cartas siempre dice alguna estupidez, que los demás festejan con una sonrisa de compromiso.

Al fin la mano acaba con victoria del tímido. El crupier le acerca las fichas y, con educación y un temor innato, el tipo se despide llevándose su dinero.

Hijo de puta, qué culo que tuvo, dice el vanidoso, viendo alejarse a su verdugo.

¿Juega?, le pregunta el crupier a Fabián con indiferencia.

Sólo si el señor promete no enojarse en caso de que le gane, dice Fabián, sonriéndole al vanidoso.

Juegue, pero prometa que no se va ir después de ganar la primera mano como ese hijo de puta.

Mientras tanto, la mujer aprovecha el tiempo muerto para retocarse la boca con una enésima capa de lápiz labial.

El vanidoso gana la primera mano antes de que Fabián logre acabar el whisky. Como siempre, él se limita a emparejar las apuestas de sus contrincantes y dejarse perder para que los demás ganen confianza y se fíen de cara al futuro.

La segunda mano la gana la mujer, y Fabián la felicita con un gesto imperceptible que a ella la ruboriza y la obliga a acomodarse el cabello como si fuera una adolescente coqueta recibiendo un piropo en su primera cita. Se acerca una camarera, Fabián pide otro Johnny Walker doble sin hielo y le invita tragos a todos los de la mesa.

No puedo beber mientras trabajo, se excusa el crupier, algo desilusionado.

La mujer pide un gin tonic, el vanidoso una ginebra con hielo.

Fabián gana la tercera mano con un poker de nueves, y dado que el vanidoso tenía un poker de cincos (lo suficiente como para animarlo a apostar cualquier cosa), el pozo es bastante abultado. El vanidoso le sonríe con malicia, diciendo:

Esto es por las bebidas.

Gracias, si quiere otra pídala que creo que me alcanza.

La mujer suelta una carcajada que pronuncia aún más las arrugas de su rostro. En ese momento llegan las bebidas. El segundo whisky a Fabián le resulta más sabroso que todos los que tomó en su vida. Se siente ligero, feliz y agradecido, como si todos los que están en el casino estuvieran ahí sólo para que él pase un buen rato.

Su buena suerte la acompaña durante las siguientes manos, y en poco más de una hora llega a doblar el dinero que tenía al principio. Después siente el roce de un brazo, y al girarse descubre a la morocha que antes estaba en la ruleta y ahora está mirándolo directamente a los ojos con un descaro insolente que lo excita.

Más pendiente del roce de su pierna con el culo de la morocha que de las cartas, pierde las seis manos siguientes mientras se toma otro par de whiskys. Poco a poco, comienza a intercambiar frases cada vez más largas con la morocha. Al fin, cuando se queda sin fichas, la invita a beber algo en la barra. Se despide de los jugadores y del crupier, que parece no entender que a Fabián le importe tan poco haber perdido tantas fichas. “Si supiera la guita que perdí y gané en mi vida”, piensa Fabián pasando un brazo por los hombros de la morocha.

¿Cómo podés tener buen humor si perdiste tanta guita?

La guita va y viene. ¿Cómo te llamás?

Daisy.

Daisy… Como la novia del Pato Donald.

Ella se ríe y sus tetas se balancean al ritmo de la carcajada. El barman los mira con desgano, y con desgano sirve un whisky doble sin hielo para él y un vodka con naranja para ella. Brindan en silencio. Daisy se muerde el labio inferior y Fabián puede sentir una erección clamando desde el centro de su cuerpo. Entonces la atrae hacia él y, al no sentir resistencia, vuelve a alejarla como si quisiera extender ese gran momento que antecede al primer beso.

Venís seguido por acá, ¿no?

Bastante, dice ella y bebe un largo trago sin por eso dejar de mirarlo a los ojos.

A la segunda copa, a Fabián ya no le interesa postergar eso que tanto ansía: la besa y se sorprende de que ella lo corresponda con la misma avidez. Más sereno, ahora también se permite acariciarle los hombros y frotar su pierna contra la minifalda que envuelve un cuerpo que ahora le parece perfecto.

¿Te gusta la ruleta?, le pregunta mordiéndole el lóbulo de la oreja izquierda.

Sí, pero a mí también se me acabaron las fichas.

Por eso no te preocupes, tengo guita como para que sigas perdiendo toda esta noche y las noches que vos quieras.

A veces gano, dice ella, con la confianza suficiente como para llamar al barman y pedirle otro vodka con naranja.

2 comentarios:

giselisima dijo...

Esta my bueno, siga por favor

Gabriela dijo...

Atrapante, la continuacion pronto por favor.